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Un clásico es un libro que nunca ha cesado de contar lo que tiene que contar
Italo calvino

Escritos


Fotos: Juan Pedro Calabrese
Ariel Mlynarzewicz | Entrevista

por Javier Martínez

¿Cuándo empezaste a pensar en la pintura como tu lugar expresivo?
En la adolescencia. Si bien en la infancia mis padres, viendo que tenía aptitudes para el dibujo y la pintura, me llevaban a talleres infantiles y demás, en el período del secundario me di cuenta de que, no sirviendo para otras cosas (Risas) y dibujando medianamente bien podía utilizar ese medio para expresarme y, también, como un medio de vida.


¿Encontrabas talento en tus propios dibujos y pinturas?
No sé si llamarlo talento. Lo que tenía era una gran facilidad. Desde chico copiaba a Hijitus y los dibujitos animados de nuestra época. Copiaba los personajes de García Ferrer y me salían bastante bien. El Match 5 de Meteoro. Los copiaba a mano alzada. Agarraba los cómics y los copiaba. O bien los recordaba porque muchos de ellos no tenían revistas. Los memorizaba y después trataba de recordarlos. Al auto de meteoro lo hacía en sus diferentes actitudes. Por ejemplo el choc-choc-choc (hace el gesto de que se eleva por sobre su cabeza) para que salte, la cúpula... Me entretenía con eso así como otros chicos se entretenían con otras cosas. Mi hermano, por ejemplo, estaba todo el día con la pelota contra la pared y dale con la pelota contra la pared... Y después, cuando uno se va haciendo más grande, ya esos momentos libres que uno tiene cuando llegás del colegio, cuando muchos empiezan a hacer deportes, yo dibujaba y pintaba.

Seguramente habrás encontrado algunos buenos maestros en aquellos talleres. ¿Qué ha quedado de aquello en vos?
El taller al que fui en mi período infantil, hasta la adolescencia, fue un taller de barrio que quedaba en diagonal a Las Violetas, en Rivadavia y Medrano, que dirigía un tal Oscar Luis Bottini. Un tipo muy especial, delgado, alto, con unos bigotitos a la antigua, muy amable y que daba sus clases vestido con traje y corbata, muy galán con las mujeres... Lo gracioso era que cada año era una técnica distinta. Primer año, carbonilla; segundo año, témperas; tercer año... Y creo que recién en cuarto año era óleo, que era uno de mis anhelos. Parece que tenías que ponerte jovato para poder agarrar el  óleo y ponerte a pintar. Después de ese, estuve muchos años en el taller de Ernesto Pesce, en el barrio de Balvanera. Ahí ya pasó a ser mi taller de adolescencia y empecé a trabajar con modelo vivo y algunas técnicas de grabado como litografía. Y ahí me di cuenta de que quería tomármelo más en serio, que no era sólo divertimento o un sitio donde poder desplegar mis habilidades y destrezas sino que realmente me apasionaba como me sigue apasionando. Después estuve en otros talleres como el de De Vicenzo, un grabador muy importante, un gran maestro del grabado, un gran maestro del buril y el aguafuerte. Pasé, ya más fugazmente, por los talleres de Gorriarena, un gran pintor;  el de Hugo Sbernini... Este último era curioso. Eramos dos alumnos, un amigo mío y yo, y aunque a Hugo no se lo veía muy atlético, tenía unos pequeños elementos de gimnasio, así que algunas veces pintábamos y otras hacíamos pesas. Creo que de ahí me quedó esa cosa de descargar haciendo gimnasia. Sbernini era un muy buen tipo, muy tranquilo, un gran contador de anécdotas. Esa es otra cosa de estos maestros: no sólo me transmitieron el amor al oficio sino que me contaban anécdotas de gente que no existe ni existía en aquella época, de gente que dejó sus huellas en la cultura popular. Después gané una beca para estudiar con Eduardo Audivert, hijo del viejo Pompeyo y padre del actor Pompeyo; un tipo extraordinario, un gran burilista, cuyo oficio le venía de su padre. El buril es una herramienta difícil de manejar. Tiene un mango que hay que agarrarlo de una manera extraña e ir cavando el metal. Es muy difícil adquirir destreza con esa herramienta, es muy complejo. Eduardo Audivert me enseñó a usar el buril... aunque no sé si lo aprendí (risas).

Hubo un momento en tu historia en el que, precisamente, hubo una apuesta a vos como grabador más que como pintor.
Sí, yo me inicié como grabador. Y conseguí un premio muy importante siendo muy joven. A los 19 años  gané el segundo premio del Salón Nacional. Fue algo excepcional. Por lo general esos premios se lo daban a personas de 30 años para arriba, artistas con trayectoria. Yo era muy jovencito. Eso, de alguna manera, en la primera época de mi trabajo, de mi trayectoria, me encasilló. El pibe es bueno, gana premios. Pero lo que yo quería era pintar. Me ganaba la vida como asistente de talleres de grabado, asistía a maestros para sacar estampas de otros artistas. Pero yo quería ser pintor. Pintaba y estudiaba pintura. Mi gran anhelo era pintar cuadros.

Fue después de ese segundo premio en el Salón Nacional cuando empezaste a exponer en la ya inexistente Fundación Banco Patricios, impulsado por el valor que a eso le da el mercado. Sin embargo vos mismo produjiste una ruptura y en lugar de exponer grabados, el público se encontró con unos enormes cuadros sobre tangos.
Exactamente. Esa muestra fue posterior a mostrar mis trabajos en la galería Angelus, una galería en la que exponían los pintores emergentes. Allí expuse dibujos con lápices de color y técnicas mixtas. Esa es mi primera muestra individual. Lo del banco Patricios viene un par de años después, con una serie de pinturas sobre el tango. Gardel, Razzano, Mano a mano con Celedonio Flores, unos retratos de mi abuelo. Esa fue mi primera muestra de pintura, que fue a mi regreso de Polonia. Yo viajé becado a Polonia, a perfeccionarme en grabado, justamente, y al poco tiempo de volver, hice esa muestra en el salón que la fundación tenía en la calle Piedras, antes de aquel gran espacio que la fundación tuvo en la calle Callao.

Viajaste becado para perfeccionarte en grabado. ¿Qué pasó cuando llegaste a Polonia?
Fue una sorpresa muy grande. Primero porque los veinte años son una edad muy particular para decidir irse y viajar a estudiar; una decisión fuerte, brava. Y me gano justo esa beca para irme a Polonia que era irse a un país socialista, con las características de Polonia. Si bien ahí están mis raíces (mis abuelos eran polacos) es muy raro. Parece un país de otro planeta: muy católico, socialista, con una trayectoria de artistas que me conmovían y aún hoy me conmueven muchísimo. Poder encontrarme con Tadeusz Kantor y entablar con él una relación, visitarlo en Cracovia casi a diario en el Teatr  Cricot2, su teatro estudio. O estar cerca de donde nació Chopin... Todo ese romanticismo... Significaba algo así como volver a Polonia sin haber estado antes, volver a la Polonia de mis ancestros. Fue un shock muy fuerte. De hecho me tomaron unos exámenes en Varsovia, en la universidad de ARTES para ver mi nivel, y en la entrada hay una placa con una antorcha que dice: “Aquí yace el corazón de Chopin”. Porque Chopin había pedido que, muriera donde muriera, su corazón debía regresar a Polonia. ¡Bien romántico! Entrar en esos ambientes... Un amigo de la juventud, Leonardo Pallejá, que estudiaba cine en Lodsz, me llevó a la casa de Krzysztof Zanussi que, para mi sorpresa, hablaba muy bien el español. Hoy, la gran mayoría de la gente no sabe quién es Krzysztof Zanussi, ese gran director de cine sucesor de Andrzej Wajda. Fue muy interesante mi estancia en Polonia. Y, a mi regreso, me fui una temporada a Unquillo, a estar cerca de Carlos Alonso, a trabajar con él. A trabajar chapas de grabado, a hacer estampas pero, fundamentalmente, a estar al lado de él.

¿Tenías contacto previo con Alonso?
Ya tenía contacto con él, le llevaba  mis trabajos para que los mire, lo visitaba. Pero después, cuando fui allá, la relación se transformó en algo más sólido, en eso que es hoy: una gran amistad. Verlo laburar es una gran enseñanza. El no es un pedagogo, nunca se dedicó a la docencia pero sí tiene una gran comunicación, una hermosa charla; verlo mover el pincel, sus modos. Eso fue muy instructivo, una verdadera experiencia.

¿Se constituyó en tu maestro?
Si bien tuve muchos maestros, creo que Alonso es el gran maestro de mi generación y de varias otras. Es el continuador de toda la tradición figurativa argentina. Mal que bien todos los pintores figurativos a los que les ha interesado trabajar con la figura humana, con las vivencias, con todo lo que tiene que ver con lo político, han tenido influencias de Alonso. Alonso es inevitable. En mi caso, además de ser inevitable su obra, fue inevitable su contacto. Haberlo conocido y haber entablado una amistad con él, en mi juventud, fue decisivo.

¿Hubo una relación de maestro-discípulo o fue constituyéndose en el trabajo?
Se fue haciendo a partir del trabajo. Tiene que ver con una elección de ambos en un momento, en reconocernos como parte de una continuidad.

En tu caso, sí te has dedicado a la docencia, desde muy temprana edad en escuelas y luego dando talleres.
He trabajado en colegios, tengo mi taller, hace 15 años que estoy en el MNBA con mi curso La mirada que pinta, un curso de modelo vivo; les armé a mis alumnos de taller el Grupo Boedo para que puedan exponer sus trabajos. Le he dedicado, y dedico, a transmitir, a propiciar que la gente, a través de la pintura, sea lo más feliz que pueda; que disfrute de una actividad expresiva para poder vivir mejor.

En el transmitir el trabajo con la pintura, lo que vos llamás oficio (palabra no inocente ni casual sino, creo, muy bien elegida) ¿qué rasgos reconocés de tus maestros en tu propio hacer como docente?
Los que te nombraba como mis maestros han sido todos artistas con un gran manejo del oficio, al margen de su poder expresivo y del resultado de sus obras. Yo te hablaba del amor al oficio que es lo que trato de transmitirles a la gente que viene a trabajar conmigo. Que puedan, además de expresarse, que puedan hacerlo con los materiales y las herramientas con los que se sientan más cómodos y que, a su vez, puedan educarse en el uso de esas herramientas.

Tu tarjeta de presentación dice “Pintor de Cuadros” que, más que un simple modo de nombrarse, es una declaración de principios. ¿Por qué lo elegiste?
Todo empezó en alguna de las maravillosas series de grabados de Goya, no sé si es en los Caprichos o la Tauromaquia, en el que hay un autorretrato que dice “FCO Francisco de Goya y Lucientes, pintor de cuadros” o algo así. Y me pareció una presentación tan honesta, humilde y sincera que la tomé, haciéndole honores al gran maestro y, aparte, porque representa lo que somos, más allá del talento de cada quien. Volviendo al oficio de pintor, nombrarse así es una manera de hacerle honor. Sobre todo en un momento en el que se promueve tanto otro tipo de expresiones artísticas más contemporáneas utilizando herramientas más tecnológicas y demás, reconocerse como un simple pintor de cuadros, para mí que no sé prender una computadora,  es plantear con honestidad lo que hago. Quizás un artista, hoy, es alguien que se dedica a hacer instalaciones, con un gran taller y 20 empleados que le hacen las cosas. Yo soy un simple pintor, casi un artesano que pinta a mano sus cuadros. Incluso, cuando pinté la cúpula del Teatro Regio también opté por pintarla solo, sin asistentes, porque me pareció una experiencia interesante para vivirla solo. Por eso me gusta presentarme de esa manera. No me pidan más nada que no sea pintar cuadros (risas).

Color, materia y perspectiva. ¿Cómo juegan esos tres conceptos en tu trabajo?
Depende del cuadro. Hay cuadros donde prima el color, donde lo que tiene que ver con la composición en cuanto a perspectiva o planos de profundidad puede dejarse de lado. Hay otros tipos de cuadro donde prima el dibujo, la profundidad, el espacio, como esos abrazos que pinté en blanco y negro donde hay un manejo del espacio, una prioridad en mi manera de concebir el cuadro que tiene que ver con el manejo del espacio. En general, cuando hay materia hay color. Cuando tengo ganas de poner materia es, también, con mucho color. Y hay cuadros en los que están más equilibrados estos tres recursos.

¿Cuál de esos recursos es el que más te gusta?
El tema de la materia es ancestral, ¿no? Más que trabajo es juego; la actitud lúdica que uno tiene frente a grandes cantidades de materia con olor a trementina, aceites es un recuerdo infantil, de una etapa anal. Y uno empieza a tener algunas sensaciones de ese mundo pre-infantil en el cual era inmensamente feliz. Creo que ahí es donde uno tiene puesto el deseo en algo ancestral. Mientras que cuando uno está dibujando, entre otras cuestiones, hay otro tipo de reflexión. El dibujo diseña, ordena, tiene un carácter más maduro.

De una lógica más adulta.
Claro. Aunque puede no tenerla. Cuando uno mira los cuadros de Paul Klee o de Xul Solar ve dibujos como infantiles.

Decía lo de la lógica adulta porque, salvo excepciones, hay una intención de que así sea.
Si, es verdad. No es visceral, como en el  juego con la materia, está premeditado. Pero, de cualquier forma, en el dibujo interviene la reflexión y aparece la destreza que es dada, sin lugar a dudas, por la experiencia. Hay gente muy talentosa que demuestra grandes cualidades desde temprana edad con el dibujo, pero el dibujo diestro y hábil se consigue después de mucha práctica.

Hay cuadros tuyos en los que hay mucha materia, mucho color, alguna perspectiva subvertida respecto de la habitual para el ojo humano y otros, como los que citabas, en los que hay lugar para el espacio, el blanco y el vacío. ¿Cómo trabajas con esos conceptos?
Cuando me planteo una serie pienso de qué manera la voy a plantear a nivel estético o compositivo para que tenga efectividad y para que esa efectividad sea consecuencia de lo que me produce esa elección, ese tema, esos materiales. Ahí decido si voy a emplear colores, si voy a usar una paleta limitada, si voy a usar una paleta monocroma; si voy a usar grandes formatos, si voy a priorizar el espacio o la cantidad de figuras. Cuando hice la “Pila de amigos” o cuando pinté ese rejunte de personas, ahí el espacio está planteado de otra manera, no es el mismo espacio que tiene una pareja en la cama, en una habitación. Ahora que volví al paisaje y los árboles, no es lo mismo un paisaje con varios árboles o con uno solo; no es lo mismo un cielo predominante, con un horizonte bajo que uno donde no existe el cielo porque hay una mirada cenital de mi mirada. Hay distintos enfoques que me van llevando a tomar esa decisión. Pero cuando pinto esos espacios grandes donde la figura se siente empequeñecida por lo que están haciendo, porque son simples mortales abrazados en una habitación, en ese modesto espacio de intimidad, no estoy pensando en el vacío, en lo lleno y en tantas otras cosas. Eso se lo dejo a los estudiosos que pueden, mirando este tipo de trabajo, de cuadros y expresiones, pueden hacer un trabajo más teórico. En mi caso, mi propia pulsión y mis emociones son los que pueden generar, en el pensador, un pensamiento, pero no me baso en los pensadores para hacer mi trabajo. Quizás es algo inverso a eso que te decía de las grandes instalaciones de arte, seguramente consecuencia de los pensamientos que, como intermediario, toma el artista. En mi caso, no. A la manera antigua, el pintor es el que hace porque es inevitable, porque la pintura es producto de su emoción y del espacio habitado, históricamente, como persona.

Retomo algo que dijiste y que se puede afirmar con certeza: tu posición en relación con tu obra es del orden de la honestidad. En tu obra, aún cuando no ha tenido nunca una intención de seguir los dictados del mercado, siempre hay una búsqueda que te pertenece.
Es una búsqueda íntima, exactamente, porque se inició de esa manera. Vos me preguntabas, al inicio de la entrevista, cuando decidí ser pintor. Y fue una necesidad y lo sigue siendo. Si alguna vez deja de serlo, y espero que no suceda nunca, seguramente me expresaría de otra manera. Pero es la necesidad de expresarme y buscar en mi propio acervo, lo que me motiva a hacerlo de este modo.

Algo de ese acervo, evidente en  tus pinturas, es lo cotidiano, cosa que quedó de manifiesto en la exposición que hiciste en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. Y hay otras, por ejemplo, tu relación con la poesía.
Nos conocemos desde chicos y sabés que siempre me gustó la literatura y en especial la poesía. Y estuve cerca de poetas de distintas generaciones y me gustó conocerlos, y a los que no pude conocer, como a Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik o a Homero Manzi, los leí y me identifiqué con ellos. Me parece que los poetas hacen un registro emocional, emotivo, de vivencias, sensaciones y sentimientos que tenemos todos los seres humanos. Y cuando uno es conciente de eso se acerca a esas personas. Y creo que el espíritu poético es el que uno trata de conservar y de que se haga manifiesto en la obra. Cuando una obra me gusta digo ¡cuánta poesía! o qué poético. Creo que es adjetivar de un modo muy intenso lo que uno está mirando.

La poesía también tiene algo que está transmitido en tu obra: la condensación de sentido y el producir un efecto en el otro. Y en algunos casos, producir un efecto de equívoco, como cuando titulás, a tu autorretrato en el cual te estás afeitando, “Yo me corto solo”.
En muchos de estos cuadros hay una intencionalidad al respecto. En ese caso, “Yo me corto solo”, también tiene que ver con lo que veníamos hablando sobre mi modo de trabajar. Yo me sigo cortando solo, no me interesa hacer lo que el mercado o las tendencias dicen que tenés que hacer porque no es lo mío. Y ahí está ese juego con la ironía y me divierte. En esa serie hay también un autorretrato lavándome los dientes que no tiene más intención que mostrar a ese pobre tipo con la cara grotesca que ponemos frente al espejo cuando nos lavamos los dientes.

Es un humor que tiene que ver con la ironía, sin dudas. Pero ese cuadro en el que te afeitás, también podría ser un cuadro de un tipo afeitándose y punto. Podría haberse llamado “Me afeito” pero el título resignifica el cuadro y le agrega otra dimensión que no tiene que ver con lo que transmite la pintura en sí. ¿Cómo trabajás esas ironías?
En esa serie hay otro que se llama “Me estoy quedando seco” en el cual me estoy secando con una toalla (risas). Lo inevitable de los que estamos cerca de los 50 años y el sentido que tiene el quedarse seco en varios aspectos. A veces jugueteo con los títulos. Y a veces uso versos poéticos o títulos de canciones que son muy poéticas... Penduleo entre el humor, el doble sentido o la cosa más poética y menos irónica, más directa, más poética.

¿Cuál fue la necesidad de exponer lo cotidiano y convertirlo en una obra de arte? Porque no estás haciendo un retrato naturalista o hiper-realista de situaciones cotidianas sino que hay algo tuyo, propio, que lo transforma en una obra de arte pictórica.
Esa es tu apreciación y te la agradezco mucho. En mi caso, hay como una paridad entre la elección del tema, cómo pintarlo y el modo de pintarlo. Pinto a mi manera. Para que sea cotidiano tengo que hacerlo a mi manera, no es un registro ni un manual de hechos cotidianos para el niño de seis años en el colegio del tipo Deben lavarse los dientes, deben secarse bien los huevitos...  Es un registro personal de diferentes momentos de la vida diaria a mi manera.

Hago una diferencia entre lo cotidiano (esos cuadros donde se ven a tus hijos jugando, por ejemplo) de lo íntimo (el cuadro en el que te estás lavando los dientes) y retomo lo que dijiste sobre lo grotesco. Porque en esas situaciones de intimidad, en las que cualquier ser humano está encerrado en el baño, lo que hay no es una intención de exaltar la belleza (no es bello per se lavarse los dientes) sino, precisamente, lo grotesco del ser humano. En ese punto, ¿cómo trabajás con el sentido de belleza?
Yo no pienso en esas cosas... Eso queda para Umberto Eco (risas). A veces, el resultado es bello y otras veces no, pero tiene que ver con las diferentes búsquedas, con los distintos temas. Obviamente, no es lo mismo pintar una maternidad que un fusilamiento, un asesinato. Cada tema requiere de sus propios recursos y la transmisión es diferente. Me parece que debería ser de ese modo.

Pero el efecto de belleza está más allá del tema. Por ejemplo, en la serie en la que pintaste la agonía de tu padre hay uno muy amplio, con un color verde muy vivo, que pone en una situación incómoda al que lo mira: por un lado estás apreciando un cuadro que a su modo es bello pero que lo que está transmitiendo  es la no belleza de la agonía. La posición de tu padre en ese cuadro es una posición de dolor y, sin embargo, si uno pudiera abstraerse, podría hablar de belleza.
En otras ocasiones me han preguntado por qué pintaba con esos colores la agonía y muerte de mi padre. Lo que me llevó a pintar la muerte de mi padre en esos cuadros, no en los de pequeño formato, sino en los apaisados, de cuerpo entero, y está la figura de mi padre en el sillón, lo decidí ahí mismo, cuando veía a mi padre agonizante en su sillón. Una gran paradoja de ver a una persona muy cercana, mi padre y principal referente, que se estaba muriendo con un gran deterioro, un deterioro increíble, verlo envuelto en esas mantas norteñas llenas de color, en ese sillón con esos almohadones con fundas coloridas... Mi reflexión era: ¿cómo puede haber tanta vida en tanta muerte? Y esa sensación que uno tiene a veces, cuando está tan cerca de la muerte, de sentirse tan vivo. Tiene esa doble lectura. Por un lado, ver a mi viejo muriéndose en un sillón lleno de color y por otro sentirme tan vivo, uno de los momentos en los que más vivo me sentí. Creo que en ese cuadro viven esas contradicciones, esas diferencias, esas parábolas, esas metáforas. Está todo puesto ahí. Hace un rato te decía que no es lo mismo pintar una maternidad que pintar la muerte... En realidad dije un asesinato o fusilamiento, que no es lo mismo. Pintar un fusilamiento, como lo hizo Goya, tiene la crueldad del encargo, de alguien que decide sobre la vida de otro; es alegórico. Mientras que la muerte por vejez o enfermedad, tiene otras connotaciones. Y más cuando es un ser próximo.

Vos estás transmitiendo tu dolor como hijo, el dolor de tu padre, la muerte de un ser querido como tu padre que propició tu ser pintor de cuadros. Sin embargo hay algo que considero fundamental como espectador: no hay obscenidad en esas pinturas. Incluso pueden pensarse esos colores vivos como algo del orden del respeto por la vida que llevó ese hombre agonizante. Lográs retratar la intimidad del dolor sin ser obsceno.
Eso me parece fundamental. Cuando he visto otras cosas que se han hecho alrededor de la muerte, como cierto artista que puso una cámara en el lecho de su madre agonizante, tan inhumano, tan poco amable, tan poco amor en esa decisión. Pero son decisiones que cada uno toma: cómo enfrentarse a esas situaciones límite que se transforman en algo cotidiano y cómo transportarlos al oficio o al trabajo que uno hace. Esa serie de cuadros nunca pensé en exponerla. Esos cuadros los pinté para mí. Y cuando vino Diana Wechsler a seleccionar los cuadros para la exposición de la sala Cronopios me dijo que tenían que estar, siempre y cuando yo autorizara a mostrarlos, por respeto a mi intimidad; me dijo que le parecía que era importante tener esas referencias de mi vida cotidiana, que excluirlos sería no mostrar una gran parte de mi vida. Sin embargo, creo que es importante saber que esos cuadros no fueron pintados para ser expuestos. En realidad, en mi caso, ningún cuadro está pensado para ser expuesto. La consecuencia de una exposición viene después. No son producto de la necesidad de exponer. Por ejemplo, la exposición que voy a hacer en octubre de este año en el Museo Sívori, surgió de un modo gracioso. Yo estaba caminando por los lagos de Palermo y mirando el paisaje se me ocurrió volver a pintar árboles, cosa que nunca dejé de hacer, pero que desde los años ’80 no hacía con frecuencia; hacer algo más profundo, reflexionar acerca de lo que son los árboles para los seres humanos, cosa que han hecho muchos: Onetti, Juanele Ortíz, Felisberto Hernández... Muchos han abordado el tema de los árboles, estos son sólo unos pocos.

Los árboles mueren de pie...
El sacrificio, de Tarkovski. En los ’80 pinté una serie de árboles a los que les puse Sacrificio inspirado en el comienzo de esa película, con ese árbol inmóvil. Entonces, caminando por Palermo, decido volver a esa temática. Al mes de empezar a pintar, en noviembre de 2010, me llama la directora del Museo Sívori, que está en medio de los bosques de Palermo, para invitarme a exponer allí este año. Así que esa exposición fue surgiendo de una manera casi mágica. Y ahora nomás, la semana pasada, me enteré de que la ONU declaró que este año es ¡el año del bosque! (Risas) Obviamente la muestra tiene que ser sobre los árboles. Pero volviendo al tema de la exposición en la sala Cronopios, Diana Weschler decide exponer unos cuadros muy íntimos, muy privados. De hecho no los he vendido y muy poca gente ofreció comprarlos... Es también otra paradoja: de la serie que más gustó y emocionó casi nadie quiso adquirirlo por lo que se muestra.

Sin dudas, más allá de lo que hablamos respecto de su belleza, no es una serie decorativa. Los árboles, con su fuerza y su color, pueden ser más decorativos que un hombre agonizando, por más estetizado que esté.
Es algo, claro, que no le gusta ver a nadie. Aunque, es cierto que muchas personas se emocionaron con esos cuadros, lloraban, me decían que pasaron por situaciones parecidas.

Cuando hablabas de uno de los talleres de tu juventud, hablabas de las pesas y la gimnasia. ¿Cómo es el trabajo en relación al físico en tu pintura?
Muchas veces trabajo en grandes dimensiones, con espátulas muy grandes... Alguna vez llegué a trabajar con una paleta pesadísima que te ejercitaba los bíceps de solo sostenerla (risas). Creo que tiene que ver con la personalidad. Hay gente muy intimista, como una alumna mía a la que observaba días atrás, muy suave y estaba con su pincel pintando detalles pequeños... Y cada personalidad pide su tipo de puesta. Algunos necesitamos poner todo el cuerpo y hay una actitud física muy comprometida en el sentido del desgaste físico. Sin embargo, lo intelectual es inevitable en la labor creativa porque, aún diluida en el momento en el que estás creando, después viene la reflexión sobre el trabajo hecho. La sensación que uno tiene con las personalidades en las que lo físico está más contenido... Es más: a algunos dan ganas de sacudirlos, de decirles che, movete un poco (risas). El otro día una alumna, una señora que ya es abuela, muy inteligente ella, me agradeció porque desde que comenzó a trabajar en mi taller retomó su condición de zurda (era lo que se llama una zurda contrariada) porque había sido forzada a ser diestra. Fue reencontrarse con su ser, con su originalidad. Estas actividades que tienen que ver con lo expresivo te conectan con tu propio ser, con lo que sos realmente. Como aquella frase de Emerson: “El hombre es la mitad de sí mismo, la otra mitad es su expresión”.  Para mí, es inevitable la intervención del cuerpo en la pintura.

¿Cuidás tu cuerpo como herramienta?
No particularmente. Yo empecé a hacer ejercicios hace 10 años cuando una mañana me levanté y no podía mover las piernas. Fui a ver a un médico y me preguntó qué hacía y a qué me dedicaba. Y me mandó a un lugar de kinesiología, lleno de ancianos, con unas pesitas así chiquitas ¡y yo tenía 36 años! (Risas) Después empecé a ir al gimnasio. Me sirve, claro, hacer ejercicios porque tengo un rendimiento mucho mejor en el trabajo.

Así como fue un hito importante tu retrospectiva en la sala Cronopios, también lo fue tu muestra en el Museo nacional de Bellas Artes en 2005. ¿Cómo fue ese momento?
Muy emocionante. En una comida por una muestra colectiva, estaba invitado el arquitecto Alberto Belucci, que en ese entonces era el director del MNBA. Uno de los tipos más cultos que hay en el país. Ese día me manifestó que era admirador mío y me dijo que quería visitar mi taller, ver lo que estaba haciendo. Por supuesto, lo invité a venir. En ese momento estaba terminando ese mural tríptico sobre la familia y me ofreció una sala que hay en los pisos superiores del MNBA. Así fue como me invitó a exponer. Y fue, según mi parecer, uno de los mejores directores del Museo, uno de los más respetados y menos conflictivos que hubo. Belucci fue uno de los tipos más queridos, tanto por el plantel estable de trabajadores del museo como por los ejecutivos, los intelectuales. Hasta los guardianes del museo lo querían. Muy respetado por su sabiduría y por lo humano. Fue muy emocionante para mí, inesperado. Pensá que muchos pintores no saben si se van a morir habiendo expuesto en el MNBA. De hecho, muchos grandes pintores a los que admiro mucho han fallecido sin haber pasado por ese gran momento. Lo que menos pensaba yo era que a los 40 años iban a invitarme a exponer allí. Un reconocimiento increíble. Probablemente se haya tratado de una equivocación que me favoreció (risas).

Un verdadero hito.
Sin duda. Fue una muestra en la que expuse la serie de la familia y unos autorretratos que llamé “Me declaro imperfecto” en el cual me estoy poniendo los pantalones porque el hombre de la familia tiene que llevar los pantalones y yo estaba en una época de mi vida en la que estaba transitando eso, donde el disfrute y el conflicto principal giraban en relación a la familia. Y lo pude mostrar.

Trabajás en un taller en el que tu familia no tiene un acceso diario a tu trabajo con la pintura. ¿Qué efectos tiene en ellos mostrar ciertos aspectos de tu vida cotidiana, de tu intimidad, como la retrospectiva de 2009 o a la familia y tus cuestiones alrededor de ella, en 2005?
Va cambiando. Ellos han participado de casi todas las muestras, desde que eran bebés. Las reacciones fueron distinta de acuerdo a las edades. No es lo mismo enfrentarse a “simples” cuadros de la cotidianeidad familiar que cuadros en los que está tu padre desnudo, o una modelo. Un día mi hijo me dijo: “Voy a tener que ir a un psicólogo” (risas). Es el precio de la honestidad. Pintar lo que uno siente o atraviesa y el círculo se cierra cuando uno expone. Y ahí están los riesgos que uno asume.

¿No te da vértigo ese riesgo?
Sí, me da mucho vértigo. Y otras situaciones también (risas).

Imagino que debe ser muy fuerte ver que está expuesta en un lugar público, la desnudez de tu padre, por ejemplo.
Creo que el efecto tiene que ver con cómo uno se muestra en público. Y yo siempre me muestro de un modo bastante extrovertido y no ando con sorpresas; me parece que hay cosas que se corresponden con una personalidad como la mía. No es que de golpe aparece una faceta inesperada. En mi caso, creo, no hay sorpresas. Bueno... Ariel es así. Soy un tipo que dice lo que piensa. A veces puedo decir una barbaridad o estar equivocado pero lo digo igual (risas). Eso también se ve en los cuadros.

En el marco de la honestidad de tu trabajo hay algo que quiero preguntarte con relación a la pintura y la política. Conozco tu trayectoria de militancia política, que sos un hombre que pone atención a los devenires sociales y políticos, que no sos indiferente a las injusticias sociales. Sin embargo no lo hacés explícito en tu obra, ¿por qué?
Porque no lo siento. No puedo pintar algo impuesto. Las pocas veces que dibujé o pinté algo en relación con lo político explícitamente fue cuando era ilustrador de la revista Nueva Era del Partido Comunista, allá por los ’80. Incluso las firmaba con el pseudónimo Molinero que es la traducción de mi apellido. Mi pintura es muy autobiográfica. Si me pusiera a pintar explícitamente temas políticos y sociales, me pondría en una posición mesiánica. Como uno ha visto espíritus muy contradictorios de personas que pintan o escriben o cantan a las clases más humildes y a los oprimidos pero luego su vida no coincide con esas declamaciones, me parece que hay una gran demagogia, una utilización del tema. Creo que puede convertirse en una actitud especulada. Y lo último que quisiera es que mi pintura sea especulativa. Si bien por sostener mi posición me meto en grandes quilombos, prefiero ser honesto. No puedo pintar algo porque queda bien en relación con mi posición política. Hay muchos de los que pintan porque queda bien y después terminan pintando para el otro bando, como es el caso de Diego Rivera que también pintó para Rockefeller. ¿Qué pensaba realmente, que es lo que de verdad siente? Así que prefiero decir lo que pienso y pintar lo que siento. Tratar de no especular. Creo que la clave es esa: no quiero especular con el sufrimiento de la gente; eso suena como una limosna.

Yo también soy como ustedes...
A mí, eso me cae muy mal.

Aún habiendo sido militante comunista, nunca fuiste capturado por el realismo socialista.
No. Nunca me interesó. Tampoco la pintura social.

¿Ni Alberto Bruzzone ni Raúl Schurjin?
Tienen buenas pinturas. En realidad, Schurjin no hacía pintura social. Y Bruzzone tiene una serie de cuadros sobre Anna Frank muy lindos. Ahora son pintores olvidados porque eran pintores enrolados en el PC. Y como el PC tenía esa doble condición de respaldo intelectual y respaldo económico, porque mucha gente con dinero estaba en el partido, los protegían, le compraban la obra, los subvencionaban. Pero hablo de pintores consagrados como Diego Rivera. Por eso me interesa mucho más Frida Khalo que Diego Rivera; es más honesta y me emociona más, con su torpeza y todo lo que significa no tener grandes habilidades pero poder expresare del modo en que lo hizo. Frida Khalo es un gran ejemplo.

Te propongo hacer un salpicado por unos pocos nombres de la pintura que, según mi parecer, tienen mucho contacto con tu obra. Empecemos por Rembrandt.
Rembrandt es un ejemplo similar al de Frida Khalo pero con una técnica de puta madre. Los autorretratos de Rembrandt son los retratos que más me conmocionaron y emocionaron. Sobre todos los últimos, los del Rembrandt anciano, pobre y dolorido. Creo que es clave para mi forma de ver la vida y la pintura.

Lucien Freud.
Lucien Freud es el gran pintor de la carne y del cuerpo humano, el que lo disecciona. El gran maestro del cuerpo en la pintura. Y así como para mí es inevitable Carlos Alonso, Freud es inevitable para todo pintor figurativo y al que le interesa la problemática humana de nuestros tiempos, es un gran referente.

Antonio Berni
De los pintores realistas o figurativos, Berni es el ejemplo de la experimentación, con sus collages. De él me gusta mucho la serie de Juanito Laguna y de Ramona. Lo anterior a eso, cuando imitaba a Rivera y a los muralista mexicanos, mucho no me interesa. El gran Berni es el que va desde los años ’50 hasta su muerte. Vos me preguntabas por el compromiso político y Berni pudo hacerlo bien: condensó la política, la pintura, la poesía, inventó personajes. En eso fue único. Y además jugaba, hacía pegotes. Creo que es el contra-ejemplo de lo que te decía: uno de los pocos que pudo hacer convivir el arte, la poesía y la política.