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Hay otros mundos pero están en éste
Paul Éluard

Blablablá

Domingos
por Alejandro Feijoó

 

En el jardín la conversación entre personas es jubilosa, animada, casi mareante. Cierto es que a esta sensación de irrealidad contribuyen la planicie de un mediodía de domingo, la estepa de la madurez por la que transitan sus vidas y un aroma embriagador que rodea el chalé. Pero aunque estas circunstancias no se hubieran producido, nuestros protagonistas no serían menos volubles, vista la fortaleza de unas existencias a las que los vaivenes propios de la supervivencia no consiguen mellar.

Hasta centrarse en el árbol bajo el que se cobijan, los cuatro se han enredado en libros leídos, en música sentida, en hijos nacidos y por nacer. Han rodeado verbalmente los precios de las construcciones vecinas, las incidencias climáticas, los destrozos ecológicos, algunos futuros imprevisibles y el arrollador cambio de costumbres de una sociedad de la que, rodeados como están de ligustros podados, no escuchan sus crujidos. Hasta volver a los precios de las construcciones vecinas.

La casa fuera de la ciudad ha sorprendido gratamente al matrimonio visitante: el hombre recuperado y la mujer vanidosa que ahora lo acompaña. Los anfitriones, amigos del hombre recuperado desde la época en que era evidente que este necesitaba recuperación, han adquirido recientemente el inmueble, lo cual, aun quitándoles de comer, les da de contar. Y cuentan. Cuentan que apenas terminadas las refacciones surgió la necesidad de los retoques, que al finalizar dieron paso a los remates, tras los que se requirió una limpieza a fondo que ha dejado al descubierto la necesidad de repintar todas las puertas porque el barniz brilla y molesta, al menos a la dueña de la casa; fue entonces cuando el cónyuge pagador bajó los hombros, se hizo hombre en su propia casa y comenzó la labor. La operación, a juzgar por el olor penetrante, fue interrumpida ese mismo mediodía por la llegada del hombre recuperado y su nueva mujer.

Según la opinión mantenida en secreto por los dueños de la casa, la mujer nueva del hombre recuperado apenas si ha transitado por aquello que a menudo se llama “prolegómenos” de una relación, y se ha lanzado, acaso con descaro, a una convivencia que, sin embargo, ha entintado las mejillas y también la mirada de su viejo amigo. Este es, sin el atisbo de ninguna duda, un hombre nuevo que ha sabido dejar atrás las desagradables circunstancias de su reciente desvinculación matrimonial, una ruptura que ha enflaquecido su caudal bancario a la vez que, creían, su hacienda de vitalidad, supuesto negado por la familiaridad de los arrumacos, siempre cercanos al nacimiento de los muslos de su nueva mujer.

Aunque el reloj haya avanzado sobre el mediodía, el grupo no quiere comer y sí seguir fumando al abrigo de un sol que debería ser todo el año así, ¿no creen?, pregunta la mujer nueva, cuyo rostro se ve ahora invadido por la sombra móvil de las hojas del único árbol del jardín. Adelantándose a los discursos manidos, el dueño de la casa explica con pudor que el árbol ya estaba allí cuando llegaron. Es viejo el árbol, añade la dueña con una mueca de disgusto. En silencio, el hombre recuperado siente el vigor del tronco y el murmullo de los flecos de la alta copa; echa la cabeza hacia atrás, se arrellana en la silla de lona, disfruta el peso de su presencia en la conversación que se deshilacha por momentos.

Su nueva mujer, sin embargo, estira la espalda, carraspea con incomodidad, se hace fuerte en la amargura de sus pensamientos (una hiel que acaso sea anterior a ella). Se arrellana sobre la silla y cuenta. Cuenta una historia que es de otra época, como ella misma reconoce con el rubor de quien se sabe vestida entre desnudos. Cuenta que su anterior marido y ella tenían una segunda vivienda en las afueras de la ciudad, no lejos de donde se encontraban ellos ahora; allí el suelo era fértil y el jardín, aunque más pequeño que ese, coqueto; allí había un árbol, alto como este, y como este hermoso, y sus hojas también silbaban (la poesía es de este narrador, no de aquella protagonista). Sin embargo, como de la nada, uno de los tentáculos de sus raíces irrumpió una mañana en el centro del dormitorio donde un domingo dormía el próximamente desecho matrimonio. Un brazo así de grande (la mujer vanidosa abre los brazos) destrozó el suelo de madera y casi levanta la cama. Vaya desastre de domingo, añade con muecas de juventud. Un hombre que contratamos, concluye, lo cortó ese mismo mediodía.

Inmediatamente después de las ojeadas, los anfitriones se levantan al unísono, tras el reclamo de platos y utensilios, de un hambre que surge como moraleja, y se internan en las sombras de la casa donde huele a pintura. A pesar de que nadie la mira, la mujer vanidosa se sabe vista, a lo que responde cerrando los ojos y dejándose llenar por los rayos del sol. Sin ser su voluntad, el hombre recuperado se incorpora junto a la silla de lona, acaricia el cabello de su nueva mujer y se dirige junto al árbol viejo. Bascula sobre un pie, luego sobre otro. Se agacha, hunde los dedos, siente la tierra bajo las uñas. Por un momento cree que está solo, tan solo como se está cuando se sueña.

Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Paul no era la morsa
Durante muchos años, estudiosos y beatlemaníacos trataron de develar uno de los secretos más inútiles de la banda de Liverpool: ¿qué quería decir aquello de que "la morsa era Paul"? ¿Se refería pura y exclusivamente al rodaje de Gira mágica y misteriosa, ese film que contiene el primer videoclip de la historia de la música? ¿O significaba otra cosa de la cuál sólo Lennon y Ono se reían en la intimidad? Pues bien, ya nada de eso importa. Desde el mundial de fútbol de Sudáfrica 2010, todo el mundo sabe que lo único que es Paul es un pulpo. Nacido en Gran Bretaña, claro, como el bajista beatle. Y cuya carrera hacia la fama se catapultó mientras estaba en Alemania, al igual que la excursión que los Fabulosos 4 emprendieron a ese país en el cual no sólo se consolidaron como banda, sino que despacharon a Pete Best y recibieron una buena sugerencia estética: usar flequillos. Puros paralelismos y coincidencias que no aportan nada. Y menos ahora que el octópodo adivino pasó a la inmortalidad y descansa en el paraíso de los moluscos. Sólo nos queda una duda que reemplaza a la que invocábamos al principio de esta blableta: ¿cómo hubiera resultado el Paul de ocho brazos como bajista? En algún lugar del acuario, una visitante japonesa ríe sin saber por qué.

 

Mamita querida
Hace exactamente 100 años, Sigmund Freud escribía Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre, texto en el cual mencionaba, por primera vez, al ya famoso y archiconocido complejo de Edipo. Este concepto fue construido por el psicoanalista vienés en base a un texto mucho anterior: Edipo Rey, del señor Sófocles, cuya fecha de escritura se remonta a unos 1600 años atrás. En esa tragedia griega, como casi todos saben, Edipo no puede escaparse de su malhadado destino: casarse con su madre. Y lo que es peor que casarse: acostarse con ella. Y lo que es mucho peor que casarse y acostarse: tener sexo con Yocasta, su mamita querida. Pues bien, sabemos que el hombre aprende lentamente, en lo que a lo social y cultural se refiere. Por eso no debería sorprendernos que aquella tragedia griega que constituye uno de los pilares de una de las últimas concepciones humanas subversivas tenga lo que toda aseveración científica aspira a tener: una comprobación. El sitio web Netmums se tomó la molestia de encuestar a más de 2.500 madres, de las cuales la mitad confesaron explícitamente que prefieren a sus hijos varones por sobre sus hijas mujeres, con la complaciente, satisfactoria y, obvio, edípica preferencia de los varoncitos por era señora tan linda, bella e inteligente cuya escencia se resume, para ellos, en 4 letras: mamá.

 

Steve Austin, el único indestructible
Cuando este editor era poco más que un niño, vio en la televisón un film revelador: El hombre de los seis millones de dólares. No se trataba de algún ricachón envidiable como Alexander Monday, ni del Lord Brett Sinclair compuesto por Roger Moore, que cosechaba suspiros femeninos por donde pasase con su compostura de millonario británico. Era el germen de la serie que, poco después, se convirtió en un éxito tal que lo siguieron una bella mujer y un tremendo perro: El hombre nuclear. Como bien sabemos, el pobre astronauta Steve Austin fue seleccionado para probar el vehículo más rápido del mundo, el cual no resistió la testarudez del piloto, que se negaba a levantar el pie del acelerador, y terminó estrellándose en plena pista. Pero lo que temíamos no sucedió, mal que mal, el bueno de Steve fue rescatado y reconstruido: un ojo, un brazo y un par de piernas biónicas no sólo nos hicieron más liviano el drama del astronauta sino que le abrieron la esperanza a miles de mutilados a lo largo y ancho del mundo. Por eso cuando Christian Kandlbauer, de 17 años, perdió los dos brazos en un accidente, sus familiares no creyeron estar viviendo en una peli de ciencia ficción cuando al joven le pusieron dos brazos biónicos. Pero (siempre hay un pero...) la vida no es como el celuloide: hace pocos días, mientras conducía su auto, las prótesis Mano sensible (no, no es una ironía) le fallaron al pobre Kandlbauer, quien no tuvo la suerte de Steve Austin y se estrelló contra un árbol.