Contenido

Newsletter

Las novedades de
ESTO NO
ES UNA REVISTA
están a un click de distancia
de tu casilla de correo


Ediciones
Anteriores


 

¿Qué puede ser el escritor sino una pasión sostenida del lenguaje?
Percy Shelley

Escritos


Fotos: Juan Pedro Calabrese
Lorenzo Quinteros | Entrevista
por Javier Martínez

En Monte Buey, su pueblo natal en la llanura cordobesa, Lorenzo Quinteros hizo sus primeras armas en el teatro. En ese pueblo dividido por la vía, con dos plazas que sintetizaban dos bandos enfrentados, dos mundos distintos, algo del doble y el otro, empezó a manifestarse como algo más que una idea: una vocación, una pasión por un oficio -tal como lo llama- que sabe hacer y que sostuvo a lo largo de su vida: la actuación.

¿Fue en Monte Buey donde hiciste tus primeras incursiones en el teatro?
Solía actuar en las fiestas de fin de curso. Participé de un grupo vocacional que presentó Los árboles mueren de pie, que siempre la hacen los grupos vocacionales. Y después me vine a la Capital, un poco motivado por los relatos de mi viejo sobre cómo era la ciudad y lo que yo me imaginaba cuando me lo contaba. A mi viejo le gustaba jugar al fútbol y escuchar la radio. Cuando por su trabajo como viajante de comercio venía a Buenos Aires, le gustaba ir al teatro a ver a los artistas (así los llamaba) que escuchaba por la radio, que era un medio muy importante en aquellos años. Y, además, a Monte Buey llegaban cosas desde Rosario. Los elencos de teatro se paseaban por los pueblos haciendo la obra, una especie de condensación de la radionovela.

¿Qué fue lo que te facilitó el acceso al teatro? A tus 18, cuando emigrás hacia la ciudad, ¿ya venías pensando en ser actor?
Vine pensando en estudiar teatro aquí, a pesar de que, a mi familia, no se lo digo en primera instancia. Quizás por miedo al fracaso, a defraudarlos. Entonces lo comunico cuando ingreso a la escuela nacional, que es el ex Conservatorio.

¿Cómo recibieron la noticia? Porque me imagino que no has de haber tenido mucho contacto con el teatro en Monte Buey.
No, salvo esas incursiones de las que te hablaba y haber visto algunas de las obras que pasaban por el pueblo. Igualmente, no creas que había muchos pueblos más importantes que Monte Buey en cuanto al acceso a ese tipo de cuestiones. Creo que Monte Buey, incluso, tuvo bastante movimiento cultural cuando era chico. Había una banda municipal en la cual los chicos aprendíamos música. En una época tocaba allí el requinto de clarinete y después el trombón. Me cambiaron y me mataron...

¿Por qué?
Porque son embocaduras diferentes, son digitaciones diferentes. Una vez, me enojé con uno de los maestros y me fui. Así que cuando volví, me cambiaron. Fue un castigo...

¿Seguiste haciendo música después de eso? ¿Volviste al clarinete?
Tuve contactos esporádicos pero siempre con el trombón. Me pusieron a tocar el trombón de chico y ya me quedé con ese instrumento. Pero yo considero que el teatro es música, una forma de la música. Y siempre pienso en llevar esa música al teatro. La cuestión de la rítmica, sobre todo; la sonoridad del teatro.

En tus obras, ¿trabajás particularmente el sonido y lo musical?
No es algo que me preocupe especialmente, pero sé que está en lo que hago.

¿En la palabra, por ejemplo?
La palabra es musical. Y el movimiento del actor es rítmico. Y una puesta en escena, ni hablar... Cuando las pienso las pienso en ese sentido rítmico.

Cómo un director de orquesta. ¿La partitura es el texto?
No, la partitura se hace. Porque una cosa es el texto y otra es la puesta en escena de ese texto. Si bien, muchas veces, una cosa depende de la otra, hay una interacción, un intercambio.... El texto da temas, da una literatura que el actor repite. Pero la puesta en escena hace aparecer cosas que en el texto están explícitas pero otras veces, no. Y, a veces, es una pura interacción entre el director y el texto. La puesta en escena es la partitura.

En esa homología, el actor parece ser el instrumento con el que se da forma a esa partitura.
Si, pero en ese caso, tenemos que convenir que es un instrumento particular, singular. No se lo puede confundir con un instrumento musical al que uno lo toca y suena de acuerdo a cómo uno lo toca; cosa que no siempre sucede con un actor. A veces, uno lo toca y no suena (risas) o suena de una manera distinta a la que uno quiere o uno no sabe tocarlo... El trabajo del teatro es mucho más complicado de lo que parece. Primero porque no es una mera interpretación de un texto; es una recreación. Y, muchas veces, es una creación a partir de un texto. Se ponen en juego muchas cosas. Sobre todo en elencos grandes. En un principio, está la interacción del director con el texto pero después está la interacción con el escenógrafo, con el iluminador, con los actores y la de los actores entre sí. Son interacciones que también hablan ínter subjetividades que finalmente logran o no hacer una obra que funcione.

Y el trabajo de los actores sobre el texto también debe darte material para trabajar.
Por supuesto. Pero no opinando sino actuando. El actor contribuye u opina actuando. Cuando opina hablando, empiezan los malos entendidos. “Esto debería hacerse...”; ahí empiezan los malos entendidos.

¿En qué momento te dijiste “Sí, soy actor”?
Durante el Conservatorio ya tuve esa visión, esa expectativa. Mientras transcurrieron los años de estudios pensaba eso. Nunca pensé, salvo algunos pocos momentos en que tuve alguna caída, hacer otra cosa que no fuera ser actor.

Una decisión temprana que sostuviste a lo largo de tu vida.
Sí, pero además fue muy apoyada por lo que sucedía durante el estudio: profesores que me estimulaban, compañeros que también lo hacían... Yo sentía estímulos o me los inventaba...

¿Quién fue tu gran maestro?
Néstor Nocera. No tengo dudas. No sé si era un gran profesor pero fue un maestro. La diferencia entre el maestro y el profesor es que al maestro uno lo elige. Yo estaba solo en Buenos Aires y no sólo me enseñó, si no que me orientó en esta manera de tomar el oficio. Yo lo recuerdo como un guía.

¿Sentiste que has ocupado ese lugar de maestro?
Lo sentí en algunos momentos. Algunos que te agradecen, años después, haber estudiado con vos, que les hayas dicho tal o cual cosa.

¿Cuál fue la primera obra de teatro en la que actuaste?
Los árboles mueren de pie cuando todavía no tenía oficio. No recuerdo la primera exactamente, pero empecé a hacer mis experiencias haciendo teatro para niños y haciendo teatro en el Instituto Di Tella. Ahí hice Ubú encadenado de Alfred Jarry, que la dirigía Roberto Villanueva, con quién luego tuve mucha relación artística. Y trabajé en una obra de Mario Trejo, que se llamaba El sombrero de Tristan Tzara. La primera obra importante que hice en el teatro independiente fue, también para esa época, El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal. Después seguí trabajando en grupos independientes hasta que armo un grupo que se llamó Teatrocirco, con el que hicimos Porca miseria que fue un espectáculo muy importante en ese momento. Al Di Tella ya lo habían cerrado y se había abierto un instituto de experimentación, pero más audiovisual que otra cosa, el Centro de Arte y Comunicación (CAYC), el cual inauguramos con Porca miseria, que fue una creación colectiva a la que, de algún modo, le puse letra.

¿Cuánto tiempo duró la experiencia de Teatrocirco?
Poco... Dos o tres años, hasta el golpe militar. Cuando el golpe estábamos haciendo Hormiga Negra, cuyo texto hicimos en colaboración con Osvaldo Lamborghini, con quien éramos muy amigos. Y se interrumpió ese proceso con el Proceso(1), precisamente. Hace pocos años, como 20 años después de esa experiencia, volví a hacer Hormiga Negra... Me quería sacar de encima el peso de esa interrupción.

Cerrar ese ciclo que fue cortado... ¿En ese momento te exiliaste?
Digamos que emigré. Me fui a Londres porque me invitaron a hacer una obra de teatro y después, en vez de volver, me quedé en España casi cuatro años.

Volvamos a Hormiga Negra. Es muy interesante la elección, en ese momento político, de ese personaje gauchesco que se escapa del paradigma del gaucho que se establece entre Martín Fierro y Don Segundo Sombra.
Hormiga Negra no era nada heroico, era un perverso. Y eso fue lo que nos interesó con Osvaldo. Tampoco tenía nada que ver con Juan Moreira, que era un gaucho peleador pero justo. Hormiga negra era un pendenciero, era un enano maldito. Quizás por eso, la primera versión la ensayaba Tina Serrano, que por entonces era mi mujer, porque el hecho de que fuera interpretado por una mujer le daba algo muy raro, muy perverso; algo de niño... Esa voz femenina en alguien tan violento, producía un efecto extraño. Cuando la volví a hacer, el papel lo hizo Julio Molina.

Me cuadra perfectamente la participación de Osvaldo Lamborghini en un texto sobre Hormiga Negra, ya que fue un Hormiga Negra de la literatura argentina. ¿Cómo era la relación creativa que tenías con él?
Osvaldo no escribía teatro, no entendía lo que podemos llamar la estructura teatral. Entonces, él iba a ver ensayos y, después, escribía a pedido mío. Le decía: Mirá, necesito que escribas un monólogo para Hormiga Negra... Y él me escribía un monólogo excesivamente largo al cual yo tenía que trabajar de algún modo.

Moldearlo...
Sí, moldear otra cosa. Podemos decir que la estructura dramatúrgica, teatralmente hablando, la hice yo utilizando tres elementos: la novela de Eduardo Gutiérrez, de la cual extractaba algunos diálogos; los textos de Osvaldo (monólogos que dejaba o transformaba en otra cosa: diálogos, momentos, monólogos más pequeños); y mis propios textos, basándome más en la necesidad del actor. Cuando se reestrenó hace 7 u 8 años en el teatro El Doble, le pedí la colaboración a Bernardo Carey porque me hacía falta, al modo de Osvaldo, un poeta que escribiera escenas a pedido.

¿Fue Teatro Abierto(2).tu siguiente experiencia fuerte después de Teatrocirco?
Teatro abierto me agarra a mí afuera del país. Lo que sí puedo decir es que fue lo que me decidió a volver. Ya estaba con ganas de volver pero dudaba. Que sí, que no... Esperaba que, de algún modo, se terminaran los momentos más cruentos de la dictadura. Con la noticia de Teatro Abierto ya funcionando decidí volver e integrarme a ese movimiento. Yo participé en la que se hizo en San Telmo, con una obra que era una parodia, una farsa sobre Macbeth aplicada al fútbol argentino.

Teatro Abierto fue no solamente un hecho cultural, si es que existiera la posibilidad de un hecho cultural que no fuese político, sino que fue la consolidación de un discurso resistente a la dictadura.
En ese momento se tenía conciencia de que era más político que artístico. Sin embargo, recordándolo a la distancia, lo recuerdo como un hecho que dio sus frutos artísticos. Nunca se volvió a repetir el fenómeno de un movimiento de teatro tan ligado a la política. Y tiene su costado interesante. Obras que tratan temas políticos, casi una militancia.

Lo interesante es que la propuesta artística era, en líneas generales, de mucha riqueza.
En general el teatro, cuando se hace de un día para el otro, rápidamente, con gente que se conoce por primer vez... Da buenos resultados. Hay una especie de tosquedad en la operación que suele dar buenos resultados. En Teatro Abierto pasaron esas cosas.

Quizás por algo de la urgencia de ese discurso...
Yo estoy muy contento con lo que hicimos, a pesar de que la obra salía mal... Todos los días salía algo mal. Se caía un telón o se rompía una escenografía... Pasaban cosas raras que hacía que el espectáculo nunca fuera lo que uno soñaba. A pesar de eso, la recuerdo como una experiencia muy satisfactoria. La gente iba enfervorizada, estaba entregada al fenómeno anti-dictadura.

Como fenómeno de público, el de Teatro Abierto fue similar al del Di Tella: un público masivo que acompaña a una propuesta artística con un claro discurso político. Hoy en día, ¿por dónde creés que pasa la asistencia de público al teatro?
Ha cambiado mucho. Sin embargo, pienso que todo lo que se hace en teatro es político. En este momento no es explícito, no lo manifiesta de esa manera. Se ha expandido mucho el teatro independiente, hay muchos grupos de teatro independiente, muchas salas, seminarios, cursos... Con el retorno de la democracia empezaron a abrirse instituciones que solventaron ese crecimiento del teatro: el Instituto nacional del Teatro y Proteatro, que se sumaban, por ejemplo, al Fondo Nacional de las Artes. Hubo más fomento a la actividad teatral y eso dio lugar a que se abrieran más teatros independientes, y que más grupos de jóvenes se animaran a hacer su experiencia.

Este auge del teatro independiente y su expansión parece inscribirse en un ciclo que se repite en relación a la asistencia del público al teatro. Por ejemplo, hubo unos cuántos años entre Teatro Abierto y esta expansión independiente, en la cual hubo una merma importante de público.
También después de los años ’60 hubo un paréntesis largo en el cual no hubo un apoyo masivo de público. Teatro Abierto recuperó el terreno del teatro como lugar de vanguardia, lugar de centro cultural, de la reunión de intereses culturales y políticos, vinculados a la escena en este caso. En los ’90 aparecieron jóvenes que también trajeron novedades al teatro, quizás opuestas a algunas de las cuestiones que ponía en juego Teatro Abierto. Cosa que sucede en todas las manifestaciones culturales de fines del siglo pasado.

Esta gran expansión de propuestas estéticas en el teatro parece ir de la mano de los avances tecnológicos, e inscribirse en el fenómeno de la masificación de los medios de producción: lo que son los blogs a la escritura o las cámaras digitales a la fotografía... Así como se tenía cuidado en hacer foco porque un rollo de fotos salía caro e implicaba todo un proceso de revelado e impresión (hoy reemplazado por la inmediatez del resultado), montar una obra de teatro tenía otra complejidad operativa: no había tantas salas dispuestas a recibir propuestas de las más diversas índoles, por ejemplo.
Son los signos de esta época. Antes no hacías teatro si no eras conocido. Ahora no hace falta ser conocido: se hace teatro en cualquier lado, a veces de cualquier manera; los jóvenes se encuentran igual, no hay tanto cuidado por la calidad, sino que se apuesta a hacer una experiencia, a experimentar.

Además del teatro, has trabajado como actor en cine. ¿Cuál es, para vos, la diferencia que hay entre ambos trabajos?
En algunas cosas la diferencia es muy grande y en otras no la hay. El actor trabaja, en ambas disciplinas, con los mismos elementos que hacen al oficio del actor: la relación con la acción, la expresividad, la emoción, el análisis de un personaje... Lo que cambian son las técnicas. El cine pide cosas que no pide el teatro: el primer plano, la fragmentación... Todo eso lo lleva a uno a la aplicación de técnicas diferentes a las del teatro. Hacer teatro es como nadar; tirarse a la pileta y nadar. En el cine cortás a cada rato, es un rompecabezas. Ambos trabajos son muy interesantes. Algo que tiene de particular el cine es que sos un detective de la propia obra que se está haciendo. Uno está averiguando qué es lo que sigue.

La complejidad de esa fragmentación es que tampoco respeta una línea diacrónica.
No, para nada. Va en cualquier dirección y uno tiene que estar adivinando dónde encaja todo eso. Por eso, en el cine, hay que tener cuidado con no estar siempre igual. El actor puede sentirse cómodo estando siempre igual, pero el personaje no cuenta nada cuando es así. Hay que conocer la totalidad y luego ver cómo encaja cada piecita.

¿Cómo encaraste tus trabajos para mantener esa fluidez en los personajes y que no siempre “estén igual”?
El momento de la verdad es la filmación, el momento en que se prende la lucecita de la cámara. Y en ese momento tienen que plasmarse. Como cuando digo que el momento en que se descubre la verdad en el teatro son los ensayos (y que después viene el enfrentarse al público), en el cine se descubre muy rápidamente, muchas veces durante la misma filmación. Eso te lleva a ser cómplice de la estructura narrativa general y ver dónde están las diferencias del personaje, cuando decae o se precipita o pega un salto hacia arriba. En el cine, lo más importante es caerle natural a la cámara. Y eso puede disolverte una hipótesis de la construcción de ese personaje. En el momento de la filmación, te aparece un estado distinto y a veces hay que obedecer a ese estado. Lo más importante, para el actor, es el momento, como dice Peter Brook; lo que normalmente se llama la situación. El dice: el teatro son sucesiones de momentos. Y hay que darle bola a ese momento: qué dice el otro actor, cómo te sentís, cómo cae la luz...

El teatro parece sostener una fantasía: la de la corregir en la función siguiente un error cometido hoy. En cambio en cine, lo que fue se imprime y no hay revancha.
El teatro nunca termina para alguien curioso. Nunca termina de terminar. Uno puede estar haciendo la función número cien y viene alguien y te pregunta si no estás cansado de decir lo mismo siempre y la respuesta es no. El corte viene por otras razones, no porque te canses de la letra. Puede ser que lo que estás haciendo ya no repercute en tu realidad fuera del escenario; o te dan ganas de hacer otra obra.

También debe ser agotador trabajar con la repetición.
A veces te cansa, claro. Depende mucho de la obra y, sobre todo, de la dirección. Es decir, de los procedimientos que se ponen en juego en el momento. Hay algunos que ponen en juego procedimientos muy aburridos y otros que no. Cuando se ponen en juego procedimientos divertidos, te dan ganas de seguir haciendo esa obra. El actor vive jugando, su oficio es jugar.

Tus inicios en cine fueron en una película que no se estrenó comercialmente. ¿Cómo fue esa experiencia?
Se llamaba Alianza para el progreso, dirigida por Julio Ludeña. Hace poco la pasaron por televisión y la vio bastante gente. Me paraban y me preguntaban ¿Qué es esa película rara que hiciste? Era una película rara. Julio Ludeña la hizo en base a sus creencias políticas y salió una película extraña. Tenía que ver con que eran ideas puestas en pantalla; más que un proceso artístico eran ideas puestas en imágenes.

El hito que te hace popular como actor de cine es Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela.
Sí, pero antes hice unas cuántas otras. Mi vuelta al cine es, dos o tres películas después, con Alberto Fischerman, en Los días de junio (1985). Un año después hago Hombre mirando al sudeste con Subiela.

El cine de Alberto Fischerman me gusta mucho y, particularmente, Los días de junio.
Era una linda película. A mí también me gustaba mucho el cine de Fischerman, con quien después hice Las puertitas del señor López. Aprendí mucho con él. Trabajaba mucho con los actores y se preocupaba, incluso intelectualmente, por ver cómo trabajábamos los actores...

¿Cómo fue la  experiencia de convertirte en el señor López (3), un personaje icónico de la historieta argentina que con sus fantasías burlaba a la censura impuesta por los militares? Un logro de la película, es decir de Fischerman y tuyo, es que, a pesar de no dar el physique du rol, el que está en la pantalla es López.
Fue muy interesante porque mi imagen no tenía nada que ver con la del señor López. Incluso convencer al productor fue una tarea dura, que me llevó a actuar fuera de la película, en los pasillos de la productora (hay triquiñuelas que hay que usar para convencer a los productores). Fischerman siempre apostó muy fuerte por mí. Me decía: Lo bueno del actor es que se transforme en el personaje, no que sea el personaje. Y fue lo que trabajé. Leí mucho las historietas y construí el personaje en base a tres o cuatro rasgos del personaje: que caminaba medio agachado, como quebrada la cintura; las manos entrelazadas atrás; el dedo cerca de la boca... Con eso se armó la galaxia López: moviendo esos elementos, salían los demás. Le cambié la voz, le puse una voz más finita... No sé por qué digo que le cambié la voz si en la revista no se lo oye (risas). Pero nunca lo pensé con voz gruesa: un tímido con voz suavecita. Fue como armar un muñeco. En las primeras tomas se nota un poco las costuras del personaje, pero luego me fui liberando. Y además tuve compañeros extraordinarios como Mirtha Busnelli, Katja Alemann, Darío Grandinetti, Hugo Arana... Todos más experimentados que yo.

¿Cuál de tus trabajos en cine es el que considerás el mejor logrado como personaje?
Hay varios. El Dr. Denis de Hombre mirando al sudeste fue un buen trabajo. La película, quizás, me dio mucho éxito y repercusión, pero si dejo de lado eso y lo analizo, fue un buen trabajo, un personaje bien logrado. Es raro que yo hable así de mí, porque hay otros personajes que no me gustan nada... Y López tiene momentos muy buenos y otras escenas cuestionables, pero la totalidad es interesante; la totalidad lo convierte en un personaje cómico de verdad. Después hay otras películas que recuerdo muy bien, como por ejemplo, Detrás de la tormenta, de Tristán Bauer, donde tampoco daba el physique du rol. También me sentí muy bien con el trabajo que hice en Buenos Aires viceversa, de Alejandro Agreste, en la cual no tuve que filmar con otros actores. Estaba solo, porque era un conductor de televisión; interactuaba con Mirtha Busnelli pero en ningún momento filmamos juntos.

¿Cómo fue tu trabajo en La sonámbula, de Fernando Spiner?
Ese es otro personaje con el que me sentí bien, a pesar de que no cuajaba del todo con los otros personajes porque había estilos de actuación muy diferentes. Eusebio Poncela estaba por una línea, el Pato Contreras por otra, yo en otra... Creo que los actores no hicimos un buen trabajo de equipo; no nos tomamos el trabajo de mirarnos y de percibirnos. Yo le preguntaba a Spiner: ¿Vos creés que esto que estamos haciendo está bien? Y él me respondía que sí, que estaba muy contento. Y lo sigue estando. Pero yo creo que ahí hay algo en la actuación en sí. Creo que se podría haber cuidado más, por parte nuestra y de Fernando. Yo le encontré a la película un lado no realista. Y cuando al personaje le ponen ese ojo biónico, ese ojo metálico se me termina de cerrar: entendí la película como una historieta y actué en consecuencia.

Esa película transcurre en una Buenos Aires del futuro. Y, al comienzo de la entrevista, me decías que te imaginabas la ciudad en base a lo que te contaba tu padre. ¿Había algo del orden de lo fantástico en ese relato que tenga alguna traza con la ciudad de La sonámbula?
Vos me lo hacés pensar así ahora. Creo que no solamente mi padre me la hacía ver así. Cuando llegué en tren por primera vez a Buenos Aires y la miré... Lo que un provinciano ve de Buenos Aires ni bien sale de Retiro, es impresionante. Ves el edificio Kavanagh, que era el más alto en aquel entonces, y tiene mucho que ver con ese futurismo de Spiner; esas plazas, la Torre de los Ingleses con su reloj... Es una visión totalmente diferente a la de un pueblo que, como mucho, tiene casa de dos pisos de alto.

Y encontrarte con el Kavanagh que es un edificio verdaderamente futurista.
Fue impresionante. Creo haber recordado ese tipo de sensaciones, como las que me produjo ver la ciudad, durante el rodaje de la película. Spiner tomó algunos edificios de la zona de Retiro, de la zona portuaria; esos edificios raros que hay por ahí.

Para la época en que te convertías en un actor popularmente conocido con Hombre mirando al sudeste, hiciste un trabajo en el Teatro San Martín que, para mí como espectador, fue un descubrimiento: el Gregorio Samsa de La metamorfosis, de Franz Kafka. Tu trabajo corporal fue muy intenso y, una vez más, el que estaba en escena era el personaje.
Fue un trabajo físico muy fuerte y yo lo hice a mi manera, que es una manera brutal. Yo soy muy bruto para trabajar, muy torpe. Siempre puse mucho el cuerpo para trabajar en el teatro. Gregorio me exigió ponerlo de una manera totalmente retorcida. Nunca hice ejercicios previos, nunca hice precalentamiento y todas esas cosas que debería uno hacer, por supuesto. Y así quedé. Gregorio fue el primer accidente que me hice a mí mismo. Me acuerdo que en un momento tuvimos que suspender los ensayos porque tenía los pies hinchados como globos. Caminaba todo el tiempo en puntas de pie, apoyaba todo el peso de mi cuerpo sobre el metatarso. Iban cuarenta días de ensayos y me empieza a doler. Y una noche me desperté, me dolía mucho, los tobillos hinchados...

¡Como Gregorio Samsa!
(Risas) Como Samsa, me desperté con los pies hinchados. Y tuvimos que suspender los ensayos y tomar conciencia de que lo que yo estaba haciendo era una brutalidad. Pero, cuando me recuperé, lo volví a hacer del mismo modo. Una vez que los pies se deshincharon, el cuerpo funcionó. Quizás lo aprendí de Samsa...

Era una actuación muy... ¡Me sale hacerlo así con el cuerpo! Una actuación muy retorcida...
Mis manos eran como antenas. (Retuerce el cuerpo, gesticula) Y esos pies y ese cuerpo; los ojos; la boca... Eran mi modo de sentirme insecto. Fue una experiencia fantástica. Para un actor es un regalo poder hacer un personaje así; el cuerpo a full; el cuerpo desnudo, porque no tenía ningún accesorio... Yo les preguntaba a los directores, Ricardo Holcer y Máximo Salas, si me iban a poner unos cuernitos, unas antenitas... No, no, no. Tu cuerpo lo dice todo, era la respuesta. Pues bien, si ustedes lo creen así... Fue fantástico, de verdad. Tanto en la puesta en el San Martín como en la versión unipersonal que hicimos después con Máximo Salas. Ahora, en ninguna de las dos oportunidades, pude hacer el personaje por más de un año. Y ahí volvemos a algo de lo que conversábamos al principio: cuándo uno termina de hacer un personaje. Gregorio me agotaba, física y mentalmente. Un tipo muy retorcido (risas). Y yo, como actor, trato de meterme en los procedimientos que le corresponden a los personajes. No hablaría de identificación, sino de encontrar esos procedimientos y ponerlos en acción: si el personaje camina a los saltos, yo camino a los saltos; me entrego a ese caminar a los saltos, los siento como propios.

Más que a una identificación suena a la construcción de una metamorfosis.
Uno construye una metáfora; inscribe, sobre uno mismo, el personaje. El actor es alguien que escribe o inscribe, sobre el escenario, una trayectoria, figuras, formas y deja cosas poco palpables como la emoción y la subjetividad. Pero también se escribe a ese personaje sobre el cuerpo, al punto de que me costó esa hinchazón de pies e incluso, años después, algunos retoques kinesiológicos en la espalda. El cuerpo estaba deformado totalmente. Pero me pasaba que, al año, algo me decía Basta, basta de Gregorio Samsa. La primera vez, en el San Martín, era un éxito. Me acuerdo de que enfrente, en el cine Lorena, daban Hombre mirando al sudeste... Era un momento maravilloso, de narcisismo total para mí: miraba hacia el cine y veía la cola de gente esperando para entrar; en la puerta del teatro la gente hacía cola para ver La metamorfosis... Era tanta la gente que iba que un día Kive Staiff me dice: Hagamos dos funciones los sábados. A lo que le respondí: No, ¡ni en pedo! (risas). Fue la primera vez que le dije que no a hacer dos funciones de una obra que era un éxito de público. Terminaba agotado.

 

(1) La dictadura militar que usurpó el poder político entre 1976 y 1983 en Argentina se autodenominó Proceso de Reorganización Nacional.
(2) Teatro Abierto fue movimiento cultural impulsado por gente de teatro para enfrentar a la dictadura militar. Creado en 1981, tuvo su primera edición en el Teatro Picadero, el cual fue mandado a incendiar por  los militares.
(3) Las puertitas del señor López, historieta con guión de Carlos Trillo y dibujos de Horacio Altuna se publicó en 1979 en la revista El péndulo. Al año siguiente, pasó a formar parte del contenido de la revista Hum® (Humor registrado) desde la cual se cuestionaba quincenalmente a la dictadura.