Quien ha tenido un perro, seguramente habrá hecho algunas de las tantas cosas que yo hice con el primero que tuve y que motivaron uno de los momentos de mayor tristeza que recuerdo: su expulsión de la casa. Lo que sacaba de quicio a mis mayores no era que mi mascota me pasara la lengua por la cara; tampoco que yo jugara con esa misma lengua dentro de la boca de mi perro; ni siquiera los gritos y los ladridos, las carreras, los raspones, las macetas rotas. Lo que sacaba totalmente de quicio a mis mayores era que compartiriera con él galletitas, agua, panes, gaseosas, caramelos; de los cuáles disfrutábamos alternando mordidas, sorbos y lamidas; mañana y tarde, sentados, uno al lado del otro en el escalón que formaba el pasillo en su límite con el patio.

Después vinieron las sustituciones. Algunas mejores que otras; muchas olvidadas hasta que la más pequeña de la casa me pregunta por mis mascotas de la infancia. Canarios, pollos, tortugas de agua y de tierra, peces de agua fría, peces de aguas cálidas, cotorras, hamsters, cobayos, ratas de laboratorio, pajaritos varios, sea monkeys y, por supuesto, otros perros. Pero aquella primitiva comunión de comida y bebida era mucho más que nuestra versión del pan y del vino, de la carne y de la sangre. A mis ojos de pequeño infante, fue el comienzo de un nuevo aspecto de la alteridad: ese perro no era un perro, era Mi Perro. Ese que está indisolublemente ligado al afecto profundo en un presente ido. Acuerdo, en este punto, con algo que, con motivo de este nuevo número, me dijeron hace unos días: la palabra que mejor denomina al perro es amo: porque es tanto dueño como primera persona del tiempo presente del verbo amar.