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Jamás me sujeto a las horas: las horas son hechas para los hombres, y no el hombre para las horas
Rabelais

Blablablá

Oro por baratijas: Pax
por Alejandro Feijoó

Como todo, todo empieza en el reproche: “Nunca haces nada”, acusa ella. Pero él piensa distinto, pese a saber que este alegato no va de pensamientos. Para empezar, “nunca” resulta imposible, porque él recuerda haber hecho una cosa en algún momento (es igual cuándo, alcanza con que el tiempo venga con mácula). Y “nada” sigue camino parecido, puesto que el solo recuerdo de la cosa emprendida invalida la enunciación de lo jamás realizado. Y hay algo más: el hombre “siempre” quiere estar tranquilo. Y hace “todo lo posible” por obtenerlo. La mujer, por su parte, niega la mayor, como cada vez que exige al otro lo que ella misma es incapaz de reclamarse.

Y entre exageraciones y dobleces, crece entre ellos lo que cualquier topógrafo llamaría “distancia”.
    
El hombre sospecha que tras la frase de la mujer se esconden usos que operan más allá de lo volitivo, hasta abarcar la expresión de un deseo que obliga a la realidad a adaptarse a aquel. ¿Demasiado complicado? Ella tuerce los hechos para que coincidan con sus dichos. ¿Mejor? Ella miente y toma pastillas que le dejan el cerebro como un flan. El hombre sospecha.
    
Tras la síntesis farmacológica, él respira hasta el fondo, lo cual no significa que lo visiten el optimismo o la calma. El hombre se mueve más bien cabizbajo en días sucesivos. La revelación le obliga a velar años de haber creído en otra cosa (“por qué siempre amor y no silencio”, suele preguntarse). Por fin, comprende que será la experimentación la que le dé (o no) validez a lo que aún son los suburbios de sus certezas. Deja pasar días en los que masculla mientras se arma de abstracciones. Entonces, en un momento cualquiera que bien podría haber sido “nunca”, se para frente a la mujer y le suelta: “Todo siempre hago yo”. Lo dice como un autómata, como si aquello continuara el diálogo que él no había querido iniciar.
    
Hasta la mueca de la mujer, el hombre no caerá en la cuenta de que su enunciación constituye el reverso de la de ella (días atrás, cuando “nada” de esto había ocurrido). Y aunque la vecindad de “todo” y “siempre” dota a la frase de cierta fuerza expresiva, la carcajada de ella termina por enterrar las ambiciones de razón. La media vuelta y el mutis, escoltados por rictus de incomprensión, lo absuelven del resto de objetivos de máxima. No había dicho nada y se volvía con piedras.
    
Otra vez pasan días, y lo hacen como si los anteriores no hubieran transcurrido, como si fuera esta la primera vez en la que el mundo presencia una decepción. Aquello que un cuerpo profesional habría bautizado como “distancia” se espesa y se diluye, alternativamente, sin que ninguno de estos oleajes propicie conexiones entre el hombre y la mujer. Lo que el común denominaría “chispa” tiene aquí otros costados, todos relacionados con la inmolación. Por separado, ambos sienten –cómo decirlo– el peso de un formato que los supo contener, el mismo que ahora armoniza el desprecio que se extiende por los espacios comunes de sus vidas. Como si los círculos, de ahora en adelante, trajeran aristas.
    
Cierta mañana el hombre despierta envuelto en un pánico que no es suyo, pero con el que, por ancestral, comparte más de un alelo. No es soledad (“claro que no –se dice–, si aquello viene con la piel, con la suerte de ser un algo y no la nada”). Tampoco es miedo a que una palabra, un gesto, un único silencio, destruyan el molde y los recuerdos que cuelgan como guirnaldas; No, no es eso, si al final se olvida con un parpadeo.
    
El pánico atraviesa la línea de tiempo del presente y se instala en un gota a gota que repiquetea sobre su cabeza. Mira al otro lado de la cama, y a pesar de que no amanece, entrecierra los ojos como el que busca a alguien en una multitud. Pero la mujer no ha dejado ni vacío. La sombra de una intemperie le revela que jamás de los jamases volverá a ser molestado.

Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Izquierdistas y derechistas, una verdad neurológica
Nuestros amigos del Instituto de Neurología del University College de Londres han dado en el clavo de uno de los problemas políticos más importantes de los últimos siglos, logrando probar que hay zonas del cerebro que crecen de acuerdo a dónde la ideología se ubique en el arco político. Lo que todavía no pueden determinar es si la protuberancia es el origen o el producto de una determinada ideología. Lo que sí se sabe es que si uno asipra a ganar un premio Nobel o a ser un cineasta reconocido con aspiraciones presidenciales, lo mejor que puede hacer es cambiar de ideología paulatina o abruptamente. De ese modo, logrará conservar el equilibrio de su azotea. Al menos en lo que a volumen se refiere...

 

Si sos ruso, ¡warning con los mapaches!
Al escribir sobre capitalismo y comunismo, recordé que un viejo conocido, que sabe que escribo esta columna, me hizo llegar una noticia con el afán de verla comentada en esta sección. Al menos eso es lo que decía su mail. En esa nota se aseguraba que el ruso Alexander Kirilov había tenído la desafortunada idea de intentar tener relaciones carnales con un mapache al que encontró sedoso y dócil; una suerte de Platero de las estepas pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón... Si cabe la metáfora, el tiro le salió por la culata: el aparentemente simpático carnívoro de la familia de los procyones le propinó tal mordida en su miembro viril que los médicos dudaban de poder hacer algo al respecto. La noticia estaba fechada el 25 de enero de 2011. Me pareció una nota que no valía la pena mencionar cuando, hurgando en los archivos informáticos del diario, me encontré con una noticia de casi un año antes: según la nota publicada el 25 de mayo de 2010, el ruso Alexander Kirilov había tenído la desafortunada idea de intentar tener relaciones carnales con un mapache al que encontró sedoso y dócil... Los médicos estiman que de seguir con estos extraños vicios, el bueno de Alexander cambiará de sexo dentro de 3 o 4 mapaches más.

 

¿Que en paz descanses?
Uno puede entender el morboso deseo desenfrenado de tener en casa la camiseta que el ídolo usó en su última gira por el mundo; las medias del crack que convirtió el gol en la final; el vestido que tal primera dama usó en Aquella Reunión; y otras formas similares del culto a los muertos. Pero revisar la vida de algunos más o menos ilustres a los fines de regodearse con descubrimientos inútiles no es algo que me produzca la más mínima simpatía. Por ejemplo, ¿de qué sirve el estudio que dos médicos realizaron para llegar a la conclusión de que Chopin era epiléptico y que podía ser esa la raíz de sus alucinaciones? ¿Cambia su música? ¿Cambia su genio? Esas cosas son enervantes, pero más lo es lo que en estos días, al modo de la absolución que la iglesia católica le dio a Galileo quichicientos años después de su muerte, le están haciendo al famoso pistolero Billy The Kid: el gobernador de Nuevo México está estudiando la posibilidad de indultarlo de la pena que le correspondía por el cargo de asesinato de 20 personas. Lástima que Chopin no pueda curarse y que el viejo Billy no pueda disfrutar más que de la paz de los cementerios.