El fuego cambió la historia de la humanidad. No su descubrimiento, no sus efectos, sino su manipulación y, sobre todo, la posibilidad de crearlo por nuestros propios medios. Así, el fuego que sirvió para pasar de la alimentación en base a carnes crudas dio paso al fin de cualquier forma de la antropofagia. Y la salida de la degustación del cuerpo del enemigo tiene como consecuencia la aparición de la cultura sobre la faz del planeta Tierra. Hasta ahí, uno podría pensar que, gracias al fuego, no sólo mejoraría la calidad de vida de mujeres y hombres sino que el mundo empezaría a constituirse en un mejor lugar para vivir.

No le temía al Infierno. Le tenía miedo a los que en nombre del Paraíso usaron al fuego como elemento purificador. Podía ser un desquiciado Nerón, haciendo arder Roma por el puro placer sádico y piromaníaco de verla sometida a las llamas, llevándosela consigo hacia algún modo del infierno. Pero no sentía miedo más profundo que aquel que el cine me mostraba cuando alguna bruja era mandada a la hoguera, llegando a su punto máximo al ver a la hermosa y valiente Juana de Arco atada a un poste, parada sobre la montaña de ramas que elevarían las llamas. Llamas cuyo ascenso, para la lógica ciega de la fe ciega, debía transportar consigo el alma de quien había osado oponerse a la palabra divina, encarnada en un grupete de pseudo sabios que tenían el poder necesario como para condenar a cualquiera a ser devorado por el fuego.

Ardió Roma. Ardió Londres. Ardieron Chicago, Barcelona, la República de Weimar. Ardió Troya. Ardieron Pekin, San Francisco y muchas otras ciudades más. Ardieron bosques y selvas, campos y casas. Bajo las bombas, bajo el fuego voraz de los guerreros, provocado por manos anónimas o no tanto, marcando a fuego la historia.