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No hay amor más sincero que el amor a la comida
George Bernard Shaw

Sabores

Comí en el Mediterráááneooo

En la cultura argentina, el mar Mediterráneo no es un lugar del mundo desconocido. El estilo de las casas blancas, como extraídas de sus costas suelen agradar a los habitantes de este lado del mundo. Los amantes de las estadísticas, adoran que ese mar sea el mar interior (de ahí su nombre) más extenso del mundo, hazaña equiparable a la Avenida 9 de Julio (la más ancha del mundo) o el monte Everest (el pico más alto de la Tierra). Pero, fundamentalmente, hay muchas generaciones que están atravesadas por otra perspectiva de ese precioso mar. Seguramente ya suena en sus oídos o sonará con la sola mención de la canción Mediterráneo, del disco Mediterráneo, del mediterráneo Joan Manuel Serrat. Sí, esa voz orgullosa de su lugar de origen que no duda en insistir en decirnos dónde nació su autor. Quien tenga y/o haya tenido la posibilidad de recorrer las costas españolas del Mediterráneo seguramente podrá ratificar todo lo bueno que pueda decirse de sus paisajes, su agua, sus playas. Y, también, de sus comidas. Aquí va, entonces, nuestra experiencia en tres de esos lugares a los que no dudaríamos en volver.

Después de un muy buen viaje con queridos amigos a la ciudad de Granada, decidimos ir trepando la costa hasta Alicante, ciudad famosa por sus turrones, alimento incompatible con los casi cuarenta grados de calor a los que el sol sometió a propios y ajenos durante esos días de septiembre. En esa provincia recalamos, consejo mediante, en Villajoyosa, una (no tan) pequeña población al sur de Benidorm, sobre la llamada Costa Blanca valenciana. Uno de los tantos puertos de pescadores con los que la zona recibe a los viajeros. No es la sección adecuada para hablar de la enorme belleza del lugar, así que nos detendremos para recomendar uno de los mejores lugares en los que cenamos durante ese viaje. El restaurante La Llotja o La Lonja, dependiendo del idioma en que se lo nombre, está en el mismísimo puerto de Villajoyosa y es el elegido por lugareños, turistas habituales y extranjeros, quienes lo recomiendan por una sencilla razón: es allí donde también come la gente que trabaja en la pesca que nutre sus platos. Como es de esperar, su patio no es sino la explanada del puerto, a cuya vera amarran los barcos pesqueros y que visten con una sucesión de canastos y redes apiladas, como pequeños montes. El verdadero lujo de La Llotja no está en su mobiliario, está en sus platos. Aprovechar las delicias marinas que a cada quien le placen, cocinadas en el momento, con una atención esmerada y amable, es uno de los buenos momentos que serán recordados con alegría. Se recomienda la pesca del día, los pescados de la bahía y, sobre todo, el delicioso salmonete. Si acaso dudara, le aconsejamos dejarse llevar por las recomendaciones de los camareros.

Un poco más al norte, aún en la Comunidad Valenciana pero ya en la provincia de Castellón, se encuentra otro puerto de pescadores, Peñíscola, cuyo acantilado principal está coronado por un viejo fuerte que, seguramente, fue muy usado para prevenir/atisbar posibles ataques de flotas enemigas en aquel mundo de piratas y conquistadores. Un pequeño pueblo transformado en pequeña ciudad a fuerza de estirar sus límites, esos lugares en los que el casco nuevo multiplica muchas veces la superficie original y, se sabe, es una extensión anti–natural pero inevitable. Dentro de la multitudinaria oferta gastronómica que Peñíscola pone a disposición de sus visitantes, tuvimos la suerte de ir a por una paella en Bodegón 2000, el restaurante del Hotel Bodegón. Sentarse en su patio con vista al mar desde el atardecer hasta entrada la noche, propiciar la charla y el juego, pedir una paella y terminar con el cielo estrellado sobre las cabezas es una experiencia muy recomendable. Lejos de cualquier apuro, el lugar es apto para dejarse llevar por los aromas y sabores de mar, muy bien representados por una tupida y exquisita selección de frutos de mar, adecuadamente regados en abundancia, e doppo dormire...

El destino final era Barcelona. Ciudad sobre la que tanto hay para decir y tanto hay dicho. Para los amantes de las urbes poderosas, modernas, movedizas, febriles y arquitectónicamente preciosas que adoran tirarse a tomar sol en la playa y nadar en aguas cálidas y límpidas, Barcelona es uno de esos lugares en el mundo. Desde cualquier punto de la ciudad, se está a sólo 20 minutos de viaje en metro de la arena y el mar. La estación La Barceloneta, deposita al viajante a pocas cuadras de la playa con el mismo nombre. En el camino, una infinidad de restaurantes y bares arman una pasarela gastronómica que hace difícil elegir rápidamente un lugar para comer. Es verdad: uno suele ir con alguna "fija" que algún amigo le pasó, pero la nuestra estaba a casi 10 cuadras de allí y el sol del mediodía era impiadoso. Momento propicio para el error, el acierto fue preguntar y no dudar cuando, atosigados por pizarras con mil ofertas, pusimos proa al Suquet del Almirall, un restaurante familiar, especializado en pescados y arroces, como es de prever. Regenteado por Quim Marqués, quien llegó a la Barceloneta para reemplazar a sus padres al mando del local, ofrece platos de autor que despiertan pasiones encontradas. Los amantes de las porciones abundantes y del concepto buen comer = comer mucho, se verán decepcionados por la propuesta de marqués y los suyos. En cambio, quienes privilegiamos el sabor por sobre la cantidad, terminaremos el almuerzo con una sensación de haber recibido aquello que fuimos a buscar: ricos pescados y ricas verduras, bien cocinadas y en cantidad suficiente para un mediodía de sol y calor en la costa catalana.

Fatto in casa: un brrrr caserito

Blanca Cotta es una de esas cocineras que, como Doña Petrona o Ketty de Pirolo, se han constituido en los mascarones de proa de la gastronomía mediática. Sin dudas, los cheffs del canal Gourmet y otros medios de comunicación, son hijos dilectos y directos de aquellas señoras que hacían del mundo entonces más restringido de la mujer un motivo de orgullo y transmisión de sabiduría popular. Sosteniendo su lugar y su estilo a lo largo de décadas, la buena de Blanca fue convirtiéndose en la abuela remota que todo gordo de alma quiso tener en la familia. Ella nos enseñó, entre otras tantas recetas, esta sencilla pero efectiva forma de hacer helado de dulce de leche casero, el cuál no sólo probamos en muchas ocasiones, sino que versionamos hasta hacerlo propio y agasajar con él a familiares y amigos queridos.

El asunto es bien sencillo. Se elige un pote de dulce de leche (usamos el de 500 grs.) y se vierte el contenido en una cacerolita. El pote vacío se llena con leche entera y se agrega a la cacerola. Se pone a fuego bajo y, sin dejar de revolver, se calienta hasta que el dulce leche y la leche de la que proviene son una misma cosa. Cuando el dulce se disolvió, se deja entibiar, se le agrega un poco de crema de leche (usamos el de 200 cc.) y se mezcla hasta lograr que quede una preparación homogénea. Ahora es el primer momento de armarse de algo de paciencia y dejarlo enfriar. Luego de un tiempo que variará de acuerdo a las condiciones climáticas, veremos que la preparación ostenta una capa oscura en la superficie, la cual deberemos quitar antes de congelar. Puede usarse la misma cara que se usa cuando se extrae la nata de un vaso de leche. Una vez que la superficie dejó de estar invadida por la fina capa oscura, se le da una batidita con un tenedor y se lo lleva al freezer, preferentemente en molde de metal. Segunda pausa paciente: se espera hasta que la preparación haya tomado consistencia de helado duro (la abuela Cotta sugiere dejarlo hasta que esté duro como una piedra), se lo rompe en trozos (la abuela Cotta sugiere hacerlo a martillazos, aludiendo a algo así como la gastronomoterapia), se lo procesa en procesadora o licuadora apta para moler hielo (¡Ojo¡ ENEUR no se hace responsable de daños ocurridos en electrodomésticos que no soporten el trabajo que se les asigna) y, cuando tenemos una crema bien cremosa, valga la ¿redundancia?, volvemos a meterlo en el freezer, en nuestro caso, en el típico pote de helado de telgopor. Tercera pausa: esperar a que el helado ya tenga la consistencia de cualquier helado que se precie de tal, tomar la cuchara y entrarle, duro y parejo, al sabor frío.

Advertencia para remolones: el helado casero suele derretirse más rápidamente que los industriales.