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Y como seguía estando viva, llegó el odio.
Herta Müller

Blablablá

Oro por baratijas: Enero uno. Espejo Nueve.
por Alejandro Feijóo

El espejo uno es el de desvestirse, pues el hombre casi siempre entra a su casa pese a que apenas sale. Y menos un uno de enero del año del laberinto, flamante él con sus codos y escondrijos. La mañana se estrecha más de este lado de la puerta de entrada cerrada, y no es claridad el reflejo que le llega de la cocina. Hace más frío que ayer, o eso le parece, expuesto como está al verse del reflejo. El silencio es el propio de la fecha, cuando el resto duerme los excesos en los que el hombre no incurrió, pues en soledad hasta la conducta presenta curvas. Estira el brazo hasta el abrigo y se planta con él frente al hombre de pijama con un abrigo sobre los hombros: una celebridad borracha de éxitos, el mundo a sus pies, allá lejos, sueño abajo. Se calza las mangas que le enfrían los brazos. Ve cómo un señor solitario se abotona a sí mismo. Hace un esfuerzo titánico por no pensar que es la primera vez que se abotona en el año del laberinto. Fracasa. La debilidad ante la tentación lo arma de razones y eso lo ayuda a calentarse. Invierte el camino y abre la prenda. Se siente mejor. Echa una última mirada y se quita el abrigo, como corresponde a este espejo. Sabe que queda menos para que el tiempo pase.

El espejo dos es el único que ocupa la cocina. O viceversa. Es un espejo comodín, de personajes, del hombre que desayuna, del que cena recalentado, de quien ve la calle contando personas desde la ventana moteada de grasa. En invierno el hombre se acerca al espejo con la taza de café entre las manos y sopla con suavidad el vapor. El espejo, el único cuadrado de toda la casa, absorbe de inmediato la frontera líquida entre él y la imagen. Tras la transparencia el hombre arrincona sus muecas cubiertas de humedad condensada que pronto vuelve a nada. No se mira cuando come el pan. Le repele masticar y verse. Piensa que es como comer con la boca abierta; o un imposible, como escucharse roncando.

A veces se llega hasta el salón con los restos en la boca, la taza tibia. La cucharilla choca contra el borde y tintinea. El soniquete lo conduce hasta el espejo, el tres, el de la ausencia más primitiva de la imagen. Las manos del hombre tiemblan o anticipan los movimientos. El espejo cuelga de un clavo que lleva años a punto de caerse. El perímetro de revoque avanza alrededor de la cabeza plana, el polvo blanco se acumula abajo junto al zócalo. El hombre se mira con cuidado, ladea lentamente la cabeza buscando el perfil. La nariz heredada vuelve a desagradarle como la primera vez. De costado levanta la taza y se anima al brindis. Por lo que vendrá. Pero el brindis redunda. Lo que vendrá, vendrá igual, lo sabe. Y desollará a todos, a los que buscaron distraerse y a quienes no. El resto de café ya helado baja por la faringe, cuyas paredes interiores se mantienen vírgenes del verse.

El acceso al espejo cuatro es de una excentricidad consentida. Ocupa un rincón y en él se mira solo los martes, el día de acabar de morir de amor antes del llanto que repare. Entonces la imagen es apenas silueta, una hebra de nada haciendo contorno. Esboza una sonrisa los martes, cada martes de su espejo en busca del hambre.

El espejo cinco constituye una microrrecompensa, una broma privada, la constatación de que si hubo libertad fue a costa de vivir a ciegas. Lo tiene junto a su mesa de trabajo, a la altura de la mirada y sus órbitas. El mecanismo es más bien básico, aunque no carece de engranajes peculiares que acaban haciéndolo riguroso: la mirada es de frente, con el tronco girado hacia el espejo, las piernas en noventa grados; las manos permanecen firmes junto al dispositivo del escribir; un observador externo juraría que en la carga genética mora la inspiración. La mirada no es corta ni larga. Lo que dure la distracción, el premio por trabajar tan duro en permanecer inédito.

En los espejos seis y siete el hombre se detiene de forma funcional, y pocas conclusiones extrae de las miradas más allá de las que se desprenden del deterioro dental, las manchas en la cara o cualesquiera otros diviesos del tiempo. Tampoco se queja el hombre. Pero la confirmación, por ineludible, adquiere torso de protesta y vanidad. El espejo principal, ovalado, devuelve al hombre desvalido, desnudo o no, blandiendo cepillos o esponjas, en guardia frente a los molinos de la higiene. El espejo siete es de paso y casi siempre agarra de perfil, en el botiquín rectangular, la casa de muñecas de esa infancia venidera con que acabará su vida. Por ser el día que es, arquetipo de estrenos, hoy es apenas un espejo-pasillo hacia el final.

La habitación está aún en el año pasado y conserva la pátina de mortaja que la caracteriza. No se puede decir que la estancia florece de luz; tampoco son sombras lo que la oscurece. Aun así, el espejo ocho consigue burlar el cerco negro y brillar. Frente a él se ubicaba junto a ella para que les devolviera una silueta única. A día de hoy, es el único espejo líquido de toda la casa y ante su ambigüedad también hay rendición. Se acuesta y lo mira por última vez. Las aguas apenas se mueven en la mañana moribunda. Cierra los ojos.

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La caverna adorable
por Martín Jali

Si algo fascina a la cultura norteamericana son las prisiones. Desde La leyenda del indomable, protagonizada por Paul Newman en 1967, hasta las construcciones carcelarias de Stephen King adaptadas al cine, la prisión puebla el imaginario estadounidense. Novelas como Beloved, del Premio Nobel Toni Morrison, o las cartas de prisión del afroamericano George Jackson son, desde el campo literario, otros exponentes clásicos. La lista podría ser infinita, hasta el punto de conceptualizar un nuevo género. En realidad, si se piensa un poco, no hay nada de extraño en esta fascinación: la prisión, ya sea como dispositivo de control social e ideológico o desde lo económico (se lucra con los prisioneros), no sólo impregna la cultura de Estados Unidos sino que atraviesa su historia. Así, la cárcel comienza con la conquista de la tierra y los buques esclavistas que atravesaban el océano durante el siglo XIX. Cien años después, el modelo carcelario del norte se expandió a todas partes. Siempre, una y otra vez, en cuentos, novelas, memorias y películas, se tematiza la prisión como institución nacional. Hay, por supuesto, ciertas constantes que pueden rastrearse en el ADN del género: la transformación de los presos durante el cautiverio, el microuniverso tras los barrotes, las condiciones infrahumanas y la impasibilidad del paso del tiempo.

Stephen King imaginó uno de los umbrales del género, adicionándole elementos de aventuras. En realidad fue al contrario: hizo de la prisión un espacio apropiado para las peripecias. Frank Darabot, el director de la versión cinematográfica de Sueños de fuga, tomó el texto de King y lo resignificó con elementos del cine clásico: encuadres, vestuario, iluminación, el arco narrativo del film, un narrador magistral como Red Redding, interpretado por Morgan Freeman, y diálogos que suenan como hace cincuenta años. A todo esto, sumó un desenlace espectacular: una huida perfecta que culmina frente a la costa del Pacífico. Detengámonos un momento en este final: Andy Dufresne aplica su pasatiempo (limar rocas) al arte del escapismo. Tiempo y presión, como dice Red Redding, es lo que sobra en prisión. Así, después de planearlo con maestría, Dufresne se arrastra por un tubo de mierda para al fin, unas semanas más tarde, alcanzar el pueblito hermoso de Zihuatanejo. La parábola se cierra. México será el paraíso, el conducto de la liberación, el espacio sin reglas, el punto donde el sistema penitenciario y los alguaciles del orden no llegarán jamás. En este sentido, el cruce de fronteras marca el límite del encierro. Sin embargo, en este cruce, los personajes cambian: en American X, Edward Norton filtra su racismo y abandona su comunidad para ingresar en una nueva. Adiós al nazismo, al odio racial o étnico. La cárcel transforma a Norton y lo acerca a la otredad, es decir, a aquellos que antes despreciaba.

Más al sur, el modelo sufrió transformaciones importantes. Lo hizo, en cine y en televisión, con el matancero Pablo Trapero: Tumberos fue la cumbre de la violencia claustrofóbica y el hasta entonces jamás representado micromundo carcelario, con su fauna paranoide, travestis, drogones y pesados impregnados por un realismo corrido de eje y un lunfardo delirante que enriquecía cada segundo de pantalla. Así, con Tumberos, la cárcel ingresó por fin en nuestra imaginación. Más tarde fue Leonera, otra película excelente, que apuntaba al universo carcelario femenino.

Pero volvamos al país del norte, hablemos de domesticación, cosificación y borroneo de la otredad. La clave para interpretar o reacomodar la lectura de Estados Unidos se encuentra en los barrotes de sus prisiones y las piezas, literarias y cinematográficas, que la representan. Pero hay algo más: pensemos a las representaciones de la cárcel como revés del género policial. Si uno asume el punto de vista del statu quo y el orden social (el policial o el detectivesco) que descubre finalmente al asesino (aquel gorila proveniente de Borneo en el relato fundacional del género, “Los crímenes de la Rue Morgue” de Edgar Poe), el texto carcelario asume el punto de vista del otro: el delincuente, el negro, el asesino o el violador. Por este motivo, porque se trata de productos para el consumo de masas, el asesino no debe ser tan asesino como para espantar al espectador: se trata de un asesino bueno, o un criminal arrepentido o, casi siempre, personas encarceladas por error. Y los guardiacárceles, sujetos malévolos y despreciables. En el ámbito de lo real, podrá ser así o no: lo que se plantea aquí son las convenciones del género carcelario.

Pero existe otro revés, o varios, no ya desde la problemática genérica, sino desde el imaginario cultural de la prisión: el encierro perfecto, la cifra de todas las comodidades, la casa o el cuarto donde no falta nada para ser feliz. Roland Barthes ejemplifica esta figura con el Nautilus, aquella invención de Julio Verne: “El Nautilus es, en este sentido, la caverna adorable. El goce del encierro alcanza su paroxismo cuando, desde el seno de esta interioridad sin fisuras, es posible ver por un gran vidrio el vacío de las aguas exteriores y, en un mismo gesto, definir el interior como lo contrario”.

La réplica del Nautilus, dentro de la cultura norteamericana de finales del siglo XX, es el Enterprise de Star Trek, nave espacial comandada por los capitanes Kirk y Spock. Como decía Seinfeld en un capítulo extraordinario de la serie: todos queremos estar en el sillón de mando de la Enterprise, porque es como viajar por el espacio desde el living de casa.

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Tom, el mirón: de Godiva al pop
por Javier Martínez

La historia dice que Lady Godiva era una hermosa y bondadosa mujer, casada con el conde de Chester y señor de Coventry, allá por fines de los años 900 y principios de los 1000. Parece ser que ambos formaban una buena y caritativa pareja que logró establecer una administración adecuada, con respeto por sus lacayos. Sin embargo, Lord Leofric fue poseído por una ambición desmedida que chocó de frente contra las intenciones de su esposa de bajar los impuestos de sus dominios. Finalmente, el Lord aceptó con una condición: que Godiva se paseara desnuda, sobre un caballo, por las calles de Coventry. No se sabe si lo dudó o no, pero la mujer aceptó el desafío, no por exhibicionista, sino por solidaria con su pueblo. Tal fue la conmoción que este suceso causó, que todos los habitantes de los dominios de Loefric se encerraron en sus casas como señal de agradecimiento, respeto y, a la vez, repudio ante tal escarnio público. El único que se salió de la horma fue un sastre llamado Tom, que además de dedicarse a las cuestiones del hilo y de la aguja, tenía una irrefrenable compulsión a espiar. El paseo de Godiva desnuda fue una ocasión que, para Tom, era como tocar algún fragmento de paraíso con los ojos. Quienes hayan visto Lady Godiva of Coventry, película dirigida por Arthur Lubin en 1955, con Maureen O'Hara en la piel (nunca mejor dicho) de Lady Godiva, probablemente recuerde la escena cumbre del paseo, con los pobladores cerrando devotamente sus puertas y ventanas y al mirón de Tom contraviniendo el pacto de no incomodar con la mirada a su señora. Pero como a todo el que se sale de la horma, le sobrevino el justo castigo (divino): la ceguera. No a posteriori, pero sí como efecto de esa visión. Godiva, cuyo significado es Regalo de Dios, fue defendida por el de arriba quien cegó al mirón con un rayo fulminante. Quienes han recogido el Tom's Affaire, a lo largo de la historia, no se ponen de acuerdo. Unos dicen que efectivamente fue cegado por Dios, otros que fue producto de la tremenda zurra que le propinaron los demás pueblerinos que se negaron a ser parte del escarmiento a tan hermosa mujer, aun así la hubieran deseado en secreto. Los más radicales dicen que sus coterráneos lo cegaron y que después lo molieron a palos hasta matarlo. Si bien todo parece indicar que no se trata de una invención literaria, la figura de Tom ha trascendido, junto a la de Godiva, dejando en el olvido a los demás actores de esta historia. Como si esa desnudez sin ese mirón no hubiera sido posible. Garantía, testigo y castigo necesario para bajar impuestos y continuar una vida de bonanza y gozo.

Y tanto ha trascendido que, más de 1.000 años después Peeping Tom, tal su nombre en inglés, siguió bautizando obras, proyectos artísticos y otras yerbas, como a los que espían a parejas teniendo sus encuentros eróticos. Uno de sus bautismos es el de la homónima y muy interesante película de 1960, dirigida por Michael Powell; un thriller cuyo protagonista es un fotógrafo cuyo placer está en fotografiar a mujeres que están por ser asesinadas. Una fuerte apuesta de Powell está en el uso de tomas subjetivas y en los planos en los que el espectador ve lo que el fotógrafo ve a través del lente. Así, los que están cómodamente viendo las escenas no tienen opción a salirse (salvo saliéndose físicamente del lugar de proyección) de ser, por momentos, el ojo del protagonista. Una de esas de terror psicológico que apareció unos pocos meses antes que su compañera de ruta temática, la genial Psicosis de don Alfred Hitchcock. Una opresiva canción de la banda inglesa Placebo y una compañía de danzas parida en Bruselas son otras de las ramificaciones que la historia de Tom, el mirón, han inspirado y que acompañan, hasta ahora, al último proyecto que retomó tamaño nombre: la banda creada en 2001 por Mike Patton, más conocido como la voz cantante de Faith No More, la banda de hard rock nacida en California. El primer disco de esta banda, también llamado Peeping Tom, vio la luz en 2006 y no sólo contó con la participación de Norah Jones y Massive Attack, entre otros, sino que retomó un modo de producción que difundieron con mayor énfasis Danger Mouse y Cee Lo Green, hermanados en Gnarls Barkley: las pistas fueron compuestas y masterizadas a partir del intercambio remoto de archivos digitales. A ojos vista, la leyenda del mirón parece que seguirá dando algunos frutos más...

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Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Como Dios las trajo al mundo

Se sabe que no son muchas/os los que no necesitan excusas para desnudarse en público. Por fuera del circuito del sexo al aire libre, la mayor cantidad de gente en avenirse a estar como uno llegó al mundo siempre se engalana y jerarquiza con una causa justa. Pero si se hace una lectura tendenciosa (como cualquier otra) puede hacer la siguiente Formulación Matemática del Desnudo Femenino en la Vía Pública: cuanto más general sea tu causa, más particular será el modo en que te repriman. Vamos al caso: mientras imbuido del espíritu navideño el Papa recordaba con nostalgia el pesebre de su infancia; cuatro militantes feministas del grupo Femen, hicieron topless en la mismísima Piazza San Pietro para manifestar por los derechos de la mujer y los homosexuales y para protestar por la posición homofóbica de la Iglesia Católica. Todo a escasos metros donde el beatífico Ratzinger, devenido Benedicto, estaba a punto de comenzar su Angelus. No duraron lo que un suspiro en una red, siendo retiradas por las fuerzas policiales que se cuidaron bien de capturarlas de modo tal que no se le vieran las tetas. Con un propósito, en algunos sentidos más modesto, unas mujeres del pueblo valenciano de Monserrat hicieron un calendario erótico para poder financiar el bus escolar de sus hijos que el municipio les había retirado. El premio: ya tienen algunos meses de bus pago.

 

Gracias a la ciencia, que me ha dado tanto

Hay grandes propósitos que la ciencia aún no ha logrado hacer cesar pero cuyos efectos ha mitigado: el control de las pestes que han provocado oleadas de muerte en distintos momentos de la historia, resumida en la actual lucha contra el HIV, si nos ponemos serios para el ejemplo. Y así de serio como puedo ser, estoy profundamente convencido de que cualquiera de nosotros podemos hacer una extensa lista de otros tantos objetivos deseables para la Humanidad que aún quedan por conseguir. Y que coincidiremos en que los esfuerzos tienen que estar puestos en ellos. Bien. Sepámoslo: los científicos, como los niños con las pantallas, tienen una alta propensión a dedicar su tiempo a resolver enigmas que están más cerca del asunto del huevo y la gallina que la del hambre universal. Por ello no debería extrañar a nadie que en la Universidad de Newcastle, en Gran Bretaña, no hayan dudado ni un instante a dedicarle el tiempo y el saber de algunos de sus más prominentes científicos, acompañados de una jugosa partida presupuestaria, a llegar a la conclusión de que los dedos de las manos se arrugan, cuando una persona permanece mucho tiempo debajo del agua, para tener una mayor adherencia para con los objetos húmedos y resbaladizos. Evitando el chiste fácil del jabón en la ducha, el resultado de tanto esfuerzo no aporta demasiado a la historia del hombre, aunque debo reconocer que mi curiosidad de la infancia se sentiría satisfecha con semejante explicación.


Psy-ico ico ca ba llito

Yo no quería caer en la obviedad de hablar del gangnam style, (a) el baile del caballo, por más que los editores insistían en que debía dar mi más sesuda opinión sobre el fenómeno surcoreano (fenómeno en tanto éxito comercial y freak, entiéndase). He de admitir que, como tantas otras veces, mi desprecio por el asunto era puro prejuicio; esa sensación inexplicable en la cual confío mucho. Por eso, ni siquiera me había dignado en echarle un ojo. Se sabe que, desde el apuradísimo conejo blanco de Alicia, no perdemos el tiempo en lo que consideramos nimiedades. Hasta que una tarde, leí con el rabillo del ojo que tres mineros chilenos emularon al surcoreano a 5.000 metros por sobre el nivel del mar en lo que se supone es el baile de caballo a mayor altura que se haya realizado hasta hoy. No tuve más remedio: fui al locutorio, tipié youtube y, en menos de lo que canta un gallo, tuve al gran fenómeno delante de mis ojos. 1.255.468.235 visitas, al momento de mi perplejidad, que le reportaron al oriental una ganancia de más de 8 millones de dólares, sólo de canon por los clics en el famoso sitio de videos. Lo peor de todo no es el posible daño estético que puede haber provocado el ¿rapero? Psy con su invención... Lo peor es que los seres humanos estamos en tal grado de despiste que somos capaces de producir fenómenos como estos, llevarlos a la cresta de la ola de la popularidad y esperar que caigan desde ahí, con estrépito y despatarrados, mientras llega un nuevo favorito a destronarlo. Por eso, a tono con los tiempos, preparémonos porque no tardarán en aflorar los contrincantes que quieran quedarse con el cetro y la corona del actual Rey de la Canción, llenando el ciberespacio con videos de bailes de lo más... de lo más... heterodoxos...

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