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El amor está bien, pero el secreto de una larga relación es odiar las mismas cosas.
Jeff Tweedy

Sonoridades

I Bet On Sky ¬ Dinosaur Jr.
Jagjaguwar ¬ 2012
por Alejandro Feijóo


Hay expresiones que se han ganado su destino de oxímoron, como “Un pequeño gran hombre” o cualquiera de las versiones de “El amor eterno”. Así, frases como “Salió el nuevo disco de Dinosaur Jr.” parecen doblemente condenadas a morir en la orilla de su intrínseca contradicción, pues si ya resulta difícil imaginar novedades provenientes de extintos seres jurásicos, más lo es si aquellas se publican casi tres décadas después de encolumnarse tras la distorsión y los riffs de guitarra. Sin embargo, la última entrega discográfica del trío de Massachusetts trae aires frescos adonde parecía imposible ventilar, y a pesar de no tratarse de una obra necesariamente cumbre ofrece el suficiente hormigón como para consolidar el camino recorrido desde su reunión en 2005.

Cuando Dinosaur Jr. comenzaron a garajear en serio corría el año 1985. Para ese entonces Neil Young ya era un señor y Kurt Cobain apenas si comenzaba a soñar con ovejas eléctricas. Eran tiempos de otras clases de noise, del tipo que ya trituraban los imberbes de Sonic Youth y se animaban a exponer, entre otras, bandas como Pixies o Meat Puppets. Entre esta niebla sonora asomaron las cabezas de J. Mascis y Joe Barlow para conformar un dúo que más tarde creció a trío con la incorporación del baterista Murph. Discos como el homónimo de debut o Bug (1988) los convirtieron en referentes de una generación que se soplaba al oído la palabra grunge. La posterior salida de Barlow y los proyectos paralelos de J. Mascis desnortaron a la banda, cuya separación llegó en 1997. Un show televisivo consiguió la reunión de la formación original en 2005, impulso que se prolongó en una gira europea. La sorpresa llegó más o menos enseguida, pues lo que hasta entonces parecía un reencuentro por necesidades de facturación se convirtió en dos nuevas placas, Beyond (2007) y Farm (2009), en las que el grupo recobró el pulso creativo y recicló su energía en nuevas composiciones.

I Bet On Sky (2012) viene a cerrar esta suerte de nueva trilogía que revierte la máxima guevarista de endurecerse sin perder la ternura. El tono de melancolía que se destaca se define en un romanticismo áspero que le otorga una textura fresca y a la vez espesa. El disco abre las puertas con “Don't Pretend You Didn't Know”, una pieza que sabe esconder sus intenciones de balada tras un riff que invita al headbanging. Le sigue “Watch The Corners”, una canción a la que, como a todo corte de promoción, se le puede exigir más. La voz aguardentosa de J. Mascis impregna la aguda “What Was That”, a la que convierte en una dulce proclama apocalíptica. El desgarro visita “See It On Your Side” o “Stick A Toe In”, mientras la entusiasta “Recognition” (compuesta por Barlow) se deja atravesar por un solo de guitarra majestuoso que parece seguir teniendo lugar una vez concluido. Y así como “Almost Fare” podría no formar parte de ningún disco, la ochentosa “Pierce Morning Rain” resuelve con elegancia el dilema de las novedades que se niegan a sí mismas.

 

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Las músicas del caballo
por Jota G. Fisac


Y allí, atrapados en su mundo de luces y sombras, siendo sólo presencia, también vivimos. Inmutables. Sin penas. Redimidos nuestros pecados. Por fin domesticados… Congelados. Al otro lado de la vida, de donde no se vuelve.
Alberto García-Alix

Una forma de abordar la compleja relación entre música y drogas es transitar de lo general a lo particular; desde el uso de las drogas en la música hasta la música que define cada una de ellas; del policonsumo que domina cualquier escena musical a la singularidad de cada sustancia. De la constante presencia de las drogas en la música a la música del caballo.

La adicción a la heroína cambió estilos musicales, liberó a músicos del horror de la guerra, hizo posible que algunos pudieran seguir bajando a la cueva para tocar o que olvidaran la gloria inesperada e irrepetible de discos únicos. La dama marrón destruyó bandas enteras, pero también reunió otras en torno a centros de desintoxicación. Y creó melodías que transcendieron lo meramente acústico para poblar territorios expandidos, acordes perfectos que, flotando sobre ritmos ralentizados, se convirtieron en mantos sónicos, sensaciones físicas emanadas de las guitarras, paisaje blanco, viaje, letanía.

La heroína atraviesa la música popular de los últimos 70 años. Podemos trazar la línea de su tiempo: desde las catacumbas neoyorkinas del bebop y el cool al blues y el folk que se hacen rock; del grito seco del punk en la ciudad que nunca duerme a su extensión europea, donde causó estragos; de la densa atmósfera del funk y el soul al rock espacial y el grunge; del flamenco de las playas del sur a la rumba suburbial, que clama: “Tú me ayudas a morir, con tus venenos en mis venas”. Pero este camino que recorre la heroína a través de la música popular se desdibuja cuando escarbamos un poco en él: una cuestión de prefijos o preposiciones. Por un lado está la música con el caballo, la agitada connivencia de música y heroína entre quienes nunca abandonaron sus sagrados escenarios a pesar de la adicción, la época dorada del jazz que termina con la muerte de Bird y de Billie Holiday. Pero está también el sonido que nos dejaron quienes tomaron heroína para experimentar los repetitivos ritmos que emanan del viaje, y mostrarnos lo que se oye cuando te chutas: tomar drogas para hacer música para tomar drogas para…, los experimentos de Pierce y Boom, que convirtieron largos temas en la prescripción perfecta: la música del caballo.

Y están también todas esas canciones sobre la heroína, las de quien la consideró su reina, su vida, y las de quienes vieron en ella a un diablo vestido de ángel, a una ramera que susurra en la oscuridad. Canciones que dejaron en nuestra conciencia la impronta de una lucha de gigantes en un mundo descomunal, y el cante agónico de quien cambia la vida por la muerte, por la maldita heroína. Canciones de músicos atrapados en las redes de la Brown Sugar y de artistas que inventaron catárticas vomitonas que los derribaron del caballo. Baladas que nos permiten respirar el aire sólido que envuelve una cama de hospital. Historias de personajes que siempre andan buscando alrededor, esperando a su hombre: déjame entrar, déjame entrar, grita John Martyn en Dealer. Personajes nocturnos que vagan de club en club, como fantasmas insomnes que tienen miedo a dormir.

Pero por encima de prefijos está la música que más se asocia al consumo de opiáceos, una música donde el júbilo se ausenta y en la que todo se adivina dentro, donde anida el dolor que hay que expulsar. Una letanía repetitiva, la de los corazones enlentecidos, suaves drones que acorazan el yo frente a la realidad del silencio y la oscuridad. Un viaje que ayuda a retrasar el final, porque el final no es más que la amenaza del silencio, el caballo que se detiene impune ante las súplicas del jinete caído… Viajar es repetir, detener el tiempo, pararlo y a la vez expandirlo: dormir despierto, morir viviendo; posponer la llegada del otro lado de la vida, el lugar de donde no se vuelve. El lugar donde no suena la música.

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Breves: porque esto es África
por Javier Martínez


A principios de 1977, mientras en EEUU asumía la presidencia James Carter, en España masacraban a 5 abogados de CCOO y el Ejército Revolucionario del Pueblo urdía la Operación Gaviota, fallido intento de hacer volar por los aires al dictador Jorge Rafael Videla en el Aeroparque metropolitano de Buenos Aires, en Lagos, excapital de Nigeria, se desarrolló el segundo Festival Cultura Africana (FESTAC 77), para celebrar “la individualidad, la antigüedad y el poder del Mundo Negro y Africano”. Hasta la rica y petrolera Nigeria llegaron artistas negros desde distintos puntos del planeta: países del continente africano, cubanos, brasileños, estadounidenses… Procedentes de los dos últimos puntos del globo, llegaron Gilberto Gil y Stevie Wonder. El destino y los entramados de la música, la política y el discurso que estos músicos han sostenido respecto de sus ancestrales orígenes africanos, hicieron que ambos confluyeran en la casa de uno de los más grandes representantes de la música africana de fines del s. XX: Fela Kuti. A partir de ese fortuito encuentro, Gil y Wonder mantuvieron una amistad basada en el respeto mutuo y en la imposibilidad de encontrarse a concretar fantasías de trabajos en conjunto, acontecimiento que, más allá de algunas puntuales colaboraciones de uno para con el otro, concretaron recién a fines de 2012 cuando en la nochebuena sacudieron las playas de Copacabana en un recital gratuito del que la gente llevará un grato recuerdo por años. Poco más de década y media después de la muerte de Kuti, y en ocasión del encuentro que, sin dudas, lo tuvo presente en el corazón de Gil y Wonder, les proponemos un breve recorrido por tres grandes discos que estos músicos acuñaban por aquellos años.

 

Shuffering and Shmiling ¬ Fela Kuti & Afrika 70
Coconut | 1977

Con todo el poder y el groove de su frankensteiniana creación musical, el afrobeat, Fela Kuti acuña un disco cuya extensión ocupa totalmente con dos partes del tema homónimo, sin más fronteras de tiempo que lo que aguantaban las superficies surcadas del vinilo, con percusiones potentes y un solo de saxo a cargo del nigeriano, en los cuáles el cuerpo no puede contener los movimientos de pies y cabeza que, más allá de la voluntad, siguen los caminos propuestos por Kuti y su banda de entonces, Afrika 70. Un disco/tema en el cual se entraman los bordes más brillantes de la esperanza con la violencia de la segregación racial; en el que se cuestiona la ceguera verticalista de los dogmas y se apela a la inteligencia para sortearlos. Por eso, después de unos cuántos minutos de música instrumental, cuando la palabra se hace imprescindible, interviene la voz del nigeriano, poniendo de manifiesto su posición (y agregando un retazo más a ese manifiesto político que han sido las letras de sus canciones, a favor del socialismo y la liberación de mujeres y hombres negros en toda África), comenzando por una apelación a la que es difícil de sustraerse: “Africanos, escúchenme como africanos / y ustedes, no africanos, escúchenme con la mente abierta”. Fallecido 20 años después de un ataque al corazón, adjudicado como consecuencia de haber sido portador de HIV, Shuffering and Shmiling es una de las grandes gemas que la extensa discografía del multinstrumentista (registra 77 discos en su cuenta) ha dejado a la Humanidad toda, más allá del color de piel, más allá del terruño de pertenencia; siempre del lado del horizonte de un mundo mejor, libre, soberano y respetuoso de todas las formas de la diferencia.


Refavela ¬ Gilberto Gil

Phonogram | 1977

La música de Gilberto Gil, como la de la mayoría de los músicos descendientes de africanos llegados esclavos a América Latina, está indivisiblemente ligada a la música africana. Sea por proximidad estética, sea por el espíritu de lucha contra el cepo de la esclavitud. Incluso por el desdén con el que podrían tratarse esas raíces. En Refavela, uno de discos que componen la trilogía “Re”, junto a Refazenda y Realce, muchos de los temas exponen explícitamente el entroncamiento con la música del Continente Negro, del cual el propio Gil llegó atravesado de otro modo luego de su estancia en Nigeria y su contacto con Fela Kuti, por quien ha expresado admiración y respeto: “Fela fue la encarnación brillante de la dimensión trágica de África. Fue un auténtico héroe contemporáneo africano, cuyo genio era hacer que su grito fuera escuchado en todos los rincones del globo. A través de su arte, su sabiduría, su política, su formidable vigor y su amor a la vida, se las arregló para rasgar el velo terco que margina a la «otredad».” Fue ese encuentro el que marcó este disco en el que el bahiano profundizó los lazos con las  sonoridades africanas en general; incorporando ritmos nigerianos, en particular. Refavela no se priva de otras mixturas con la música carioca y la jamaiquina, cóctel explosivo que le dio a Gilberto Gil la satisfacción de haber logrado el reconocimiento del público, que elevaron a temas como el que titula el álbum, “Aquí e agora” y “Sandra” al estatus de éxito popular. Más que sobradamente merecido reconocimiento para un músico que ha demostrado y sostenido su compromiso a fuerza de dejar, en su largo camino estético, algunos de los mejores discos de la música popular brasileña.


Songs in the Key of Life ¬ Stevie Wonder

Motown | 1976

El sello que ubicó a Stevie Wonder en el lugar de pequeño prodigio musical cuando apenas tenía 12 años de edad fue el que publicó el último álbum de una serie que comenzó con Music of my mind y que marcó el punto más alto de sus búsquedas estéticas; un punto de inflexión y cierre, que apenas dejará filtrar, a posteriori, parte de su genialidad dentro de apuestas que privilegiaron el suceso comercial al acontecimiento artístico. Songs in the Key of Life marca el final de una época en la que Wonder pasó del éxito del tema Superstition a estar al borde de la muerte, atravesado por el discurso de la lucha de los afroamericanos por sus derechos civiles en la autodenominada gran democracia americana. Y como buen final –no premeditado– fue a toda orquesta: un álbum doble (al que en su reedición le agregaron un EP a modo de bonus track) con decenas de músicos y más decenas de voces, encabezados por el mosntruo bicéfalo Goerge Benson-Herbie Hancock. La cuestión es que el disco la rompió en las cajas registradoras, ardieron los premios y la máquina empezó a funcionar con otro combustible... Lo que siguió no fue a tono con los caminos seguidos por Gilberto Gil y Fela Kuti. Pero darse una vuelta por sus viejos barrios musicales es volver a quererlo.

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Made Possible ¬ The Bad Plus
Entertainment One Music ¬ 2012
por por Alejandro Feijóo


Los señores Ethan Iverson (piano), Reid Anderson (bajo) y David King (batería) tuvieron el gusto de conocerse allá por 1990, en una única sesión musical que dejó sentadas las bases de The Bad Plus. El alumbramiento, no obstante, debió esperar unos diez años, durante los cuales los futuros miembros del trío repartieron su tiempo entre el jazz y el rock. De este modo, la amalgama de ritmos y la consiguiente experimentación fueron desde el comienzo señas de identidad del grupo, como bien dejaron patente tanto en su disco debut The Bad Plus (2001) como en los siguientes These Are The Vistas (2003) y Give (2004).

La fama de banda de culto instalada entre los géneros no tardó en extenderse, sostenida en buena parte gracias al buen tacto del grupo a la hora de abordar reversiones de clásicos del rock como “Smells Like Teen Spirit” (Nirvana), “Heart of Glass” (Blondie) o “Iron Man” (Black Sabbath). Los covers se alternaban con composiciones propias, algunas de una tensa emoción (“Silence Is The Question”), lo cual otorgó al trío de Minneapolis un aura de sofisticada e imprevisible rareza cuya escucha constituía una experiencia de liberación vanguardista muy propia de espíritus más inquietantes que inquietos.

Pero un día la magia acabó. Las contorsiones iniciadas por el trío alrededor de las versiones de temas del pop y el rock alcanzaron su máxima torcedura en For All I Care (2008), un disco compuesto íntegramente por covers (Bee Gees, Rush, Wilco…) que cuenta además con el discutible añadido vocal de Wendy Lewis. El resultado, sin entrar en una conspiranoia conservacionista, raya el histrionismo y abarca todas las acepciones de lo fallido. A partir de entonces algunos feligreses consideramos la posibilidad de dar un paso al costado en la creencia hasta que The Bad Plus no impusiera un giro a su carrera.

El trío escuchó las plegarias y publicó Never Stop (2010) en donde, por primera vez, todas las composiciones estaban firmadas por los intérpretes. Entonces pudimos comprobar que el invento seguía teniendo bases sólidas, una sensación que queda ratificada en este Made Possible, donde la experimentación viene por el lado de los añadidos electrónicos y de sintetizadores que maquillan la estructura acústica que sigue comandando las intenciones de la banda. Al fin y al cabo, la melodía que conduce la inicial “Pound For Pound” remite al sonido más primitivamente badplusero, aquel en el que la emoción se expresa más a través de los silencios que de lo interpretado. “Seven Minute Mind” nos regala una línea de piano obsesiva que acaso contenga un guiño a Michael Nyman y el minimalismo, mientras que en “Wolf Out” se ejercitan con un crescendo muy marca de la casa. Una de las piezas más destacadas es “Re-Elect That”, que cuando comienza nos invita a pensar que se trata solamente de jazz, pero que en su segunda mitad nos sacude con una fanfarria de ferroviaria incertidumbre. “I Want To Feel Good” se muestra como un tema que contiene muchos temas, en el que los sintetizadores hacen su aparición para acabar de despistar a un oyente que se ve obligado a posicionarse ante la energía salvaje que desprende ese todo. Por último, los más de catorce minutos de “In Stitches” la convierten en una experiencia sonoro-emotiva que tiene más de un aroma proveniente de la mítica “Silence Is The Question”. El disco cierra con un cover bastante dandi de “Victoria” (Paul Motian). Acaso como una broma interna para subrayar lo difícil que resulta, a día de hoy, seguir siendo original.

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The Beatles: 50 años no es nada


El día del medio siglo está por llegar. Pocos días después de la aparición de este número de ENEUR, una lista de músicos, aún incompleta, dará cuenta de los que participarán en un homenaje que hace baza en la emulación, a riesgo de parecerse más a un desafío para los que intervienen que un tributo a los que se agasaja. Apenas confirmados Stereopohonics y Mick Hucknall, la apuesta es (re)grabar, en una maratónica sesión de 12 horas, Please, Please Me, primer álbum de The Beatles, en iguales condiciones técnicas, en el mismo estudio de EMI en Abbey Road, con las mismas chances, en el mismo tiempo, perdiéndose el almuerzo, incluso contando con la presencia (aunque no necesariamente detrás de las perillas) de Richard Langham, en aquel entonces segundo ingeniero de sonido.

Quizás para los músicos sí represente un desafío interesante, aunque la necesaria presencia de 14 formaciones, una por cada track original, magnifica la figura de los Fabulosos Cuatro. Según la santa Wikipedia, le dieron duro y parejo durante 585 minutos, para cerrar los 10 temas que completarían el álbum, sumándose a los cuatro que aparecieron en los entonces singles y que causaron un furor que preanunciaba lo que vendría.

Más allá del merecimiento, incluso más allá de las formas y la emulación, cabe preguntarse si, de ahora en más, año tras año habrá una celebración del medio siglo de cada uno de los álbumes con los que los (otrora) jóvenes de Liverpool tallaron con filo de diamante en la historia universal de la música. Desde la ventaja que da la perspectiva histórica de lo que significó en la estética humana la torsión que la banda produjo entre este primer álbum y la seguidilla que se asoma en Help!, se afirma en Rubber Soul, se yergue en Revolver, se dispara en Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y se monta en la cresta de la ola en The Beatles (a.k.a. El Álbum Blanco) se puede presumir que hasta llegar al homenaje de Let It Be, tendremos máquina para rato.

Habrá que ver, entonces, si este puntapié inicial, que puede no despertar demasiadas expectativas, se prolonga en una serie de producciones que más que competir con las limitaciones y desmesuras de las originales, dé cuenta del camino que despejaron The Beatles con su hacer música. Sobre todo en el de tomar riesgos que, amparados por y más allá de la lisergia, pusieran en riesgo el valor del éxito.

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Ragga Pumpkin ¬ Funset
Acum | 2005


Nacida Keren Karolina Avratz (Eliat, Israel) y conocida por su segundo nombre, puede ser adjetivada como multifacética; no por su multiplicidad de actividades sino por la cantidad de proyectos musicales que hace convivir en su vida. Funset es uno de ellos. Fundado en el año 2000, el grupo se tomó un lustro para lanzar este disco que, etiqueta de reggae mediante, tiene fuertes trazos de las músicas tradicionales de las tierras del Egeo y el Mediterráneo oriental y el mismísimo folklore israelí, del que no abusa ni un céntimo pero el que tampoco se ausenta del amplio espectro que abarca su música. Sin carecer de sonidos, quiebres y tempos del trip-hop y el jazz, la banda liderada por Karolina pone de manifiesto, en este disco, que el sonido es, también, algo que golpea desde el interior de la música, que no puede encerrarse en límites políticos ni geográficos, que sigue y seguirá siendo un lenguaje más allá del idioma. En tiempos en los que la banalidad musical es un bien (eufemismo por mal) de intercambio, descubrir los primeros trazos sólidos de una banda que armó los cimientos de su circulación en el boca a boca, es abrir la ventana por la que puede entrar un aire que refresca la escucha.

Ragga Pumpkin condensa, en sus once temas, un sonido sólido, límpido (aunque no necesariamente limpio), en los cuales las voces y los matices tienen un tiempo de ser que los ubica más allá de cualquier guiño y lo constituye en parte de la estética en la que se juega lo que Karolina y los suyos tienen para decir. Si el lector considera estas mixturas como una bomba musical, ha hallado un disco a la altura de las circunstancias: muchas trazas, muchas influencias, hilos con los que se va tramando, track a track, un disco que vale mucho la pena ser escuchado. Y si estas efusivas palabras no resultaran suficientes para disparar la curiosidad, resta decir que, además de divertida, propone unas líricas en las que la mujer que las escribe trata con palabras que se agradecen, al tantas veces vapuleado (medio) mundo masculino, como en el tema que compartimos con ustedes.

 

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Timbuktu ¬ Issa Bagayogo
Six Degrees ¬ 2002


Una década después de su aparición, Timbuktu es un álbum que devela la magia con la que la música tradicional maliense, el pop y el jazz pueden entrelazarse y proponer una novedad que no pretende englobarlas sino ponerlas al servicio de la búsqueda de un sonido personal. Issa Bagayogo lo logra con creces, tanto con su voz áspera, aguardentosa e hipnótica como con el sonido de las seis cuerdas de su kamele n'goni, instrumento típico del sudoeste de Mali. Nacido en un pueblo pobre, trabajó en la granja de sus padres, desde muy joven intentó hacerse un lugar en la música de su país con un resultado sumamente parejo en el fracaso. Y, como buena estrella (re)surgida de sus propias ruinas, atravesó por una profunda depresión por los sistemáticos noes con los que se topó una y otra vez; con el consabido casi final de drogas, alcohol, divorcio y demás taras de manual. Pero, para fortuna del buen Issa, antes de la derrota definitiva dio con las orejas adecuadas que le propusieron dar un vuelco estético (y por ende histórico) en la música africana, donde los beats electrónicos y su sello occidental y blanco, engrosaran el groove natural del continente negro.

A pesar de sus dudas, editó Sya, su primer larga duración, que sin terminar de ser un cross a la mandíbula, abrió una brecha por la cual el talento del maliense se filtró de una vez y para siempre. Timbuktu, antigua ciudad de Mali, es a la vez esa renovación, esa bocanada de novedad que tiene sus raíces en la tradición y que, por ende, la extienden más allá de las fronteras de su tiempo. Como si la construcción de esa tradición fuera un camino que debe ser torcido de tanto en tanto, puesto en duda, cuestionado e intervenido por elementos que, a priori, dan la sensación de que pudieran envilecerlo. Tanto Timbuktu como su sucesor Tassoumakan son la llave para descubrir un mundo sonoro que muchas veces queda oculto tras el bosque de lo habitual.

 

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Video sorpresa


Las majestades satánicas también tienen sensibilidad. ¿O acaso Wild Horses no testimonia el desgarro íntimo del durísimo Keith Richards quien, desolado por giras de mil y una noches, tomó la guitarra y compuso una de las canciones más bellas que dieron al mundo The Rolling Srones? El hermosísimo tema es parte de Sticky Fingers, noveno disco de la banda inglesa y primero de los Stones sin ese icono del vive rápido y muere joven que fue Brian Jones y cuya muerte, reforzando el Club de los 27, torció el rumbo de la banda y abrió el mito de lo que podrían haber sido de no acontecer su oficial ataque de asma en una piscina, mientras nadaba. El liderazgo, claro está, quedó en manos del eléctrico Mick Jagger, cuyo reinado siempre estuvo atravesado por la presencia poderosa de Richards. Anita Pallenberg, exnovia de Jones, quedó en los brazos del viejo Keith, aunque no tanto, ya que es a ella y a su hijo es que está dedicado este temazo que zanja toda suposición poniendo el eje en el único lugar en el que corresponde que esté: la música.



La vida se le iba apagando a George Harrison. Su lucha denodada contra el cáncer iba entrando en los últimos tramo de la derrota. Sin embargo, más por saber que a pesar del saber, tuvo tiempo para una más. Convocado por el alma inquieta del pianista Jools Holland para participar del disco Small World,Big Band, y a modo de un legado con todas la de la ley, junto a su hijo Dhani compuso Horse to the Water, una canción que habla de las miserias, de las creencias, de los predicadores, del deseo torcido de querer whisky en medio de la sed; haciéndonos saber cuál es la posición de los Harrison frente a estas cuestiones del hambre, la miseria y las religiones: podés llevar un caballo al agua, pero no podés obligarlo a que beba. Para ponerle un moño de humor negro y ácido, Harrison hizo publicar el tema bajo el sello RIP Ltd, puesto que la vida podrá llevar aun hombre hasta la muerte pero nada, ni nadie, pueden obligarlo a temerle.

 

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