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La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos.
Herbert Marcuse

Blablablá

Deltas
por Alejandro Feijóo

No es una isla y sin embargo llegan en bote. Hay quien llama deltas a estas desemboca­duras, así lo hace al menos la gente del lugar. Pero la cabaña pequeña y despojada a la que se dirigen la mujer de piel cerosa y el hombre impermeable se encuentra en un saliente de tierra firme unida por tierra al resto de tierra firme. El hombre sabe que, en el peor de los casos, podrá regre­sar caminando a su lejano hogar.
    El joven remero lo ayuda a bajar del bote ya atracado y todavía tambaleante; alrededor de las maderas crujientes el agua es barrosa porque por allí el río y el mar se juntan; el remero la ayuda luego a ella a salir del bote tambaleante, ofreciéndole una de sus manos macizas; ella se revela ágil y salta sobre esas maderas que hacen de muelle y entonces el hombre se percata de que ella lleva un pañuelo en la cabeza y de que el remero también usa una gorra mientras sus cabellos comienzan a quebrarse, y los ojos del remero y la mujer se cruzan y la mujer sonríe haciendo un esfuerzo por no sonreír y el hombre descubre que ella y el remero se conocen, porque seguramente no es la primera vez que ella llega, sin apenas equipaje y con otros hombres impermeables o no, a retozar en la cabaña destartalada de eso que no es una isla y en la que sin embargo hay que desem­barcar.

Está oscuro, y el hombre apenas divisa las manos de la mujer de piel aciruelada; tal vez hayan muerto un par de noches desde que bajaron del bote, tal vez tres pero de ningún modo una, ya que recuerda que ha habido oportunidad de inhibirse y oportunidad de comprobarlo. (El marco teórico destaca necesario: para la mujer de piel granate, el amor constituye un fabuloso caudal en el que todo guijarro florece; una característica sobredimensionada, y en ningún caso universal, del temperamento de algunos, para él). Las manos de la mujer frotan lo que esa misma tarde ha sido bautizado como amuleto y que no es sino un tornillo más de los tornillos de las ruinas lejanas, aunque este favorecido por el primitivo azar que lo designó no común, durante uno de los paseos por los agrestes alrededores; paseos que la mujer propone cada vez con más insistencia, tal vez con la finalidad de airear sus sentimientos; tal vez para que el hombre impermeable se impregne de la salinidad, de la luz metalizada, del concepto “despo­jo” que flota por aquel aire, y acabe por mancillar la tupida urdimbre que, según insistente opinión de la mujer, no le deja “sentir los sentimientos”. Sin embargo, en uno de esos paseos, mediando cielos de distancia entre los dos cuerpos que caminan uno junto al otro, los amantes (eso son para quienes en la ciudad esperan su rejuvenecido regreso) inician, casi sin desearla, una conversación común, libre del eslabón de la verdad que se demanda cuando el amor es tema. Cambian palabras como se suceden los pasos, y aun avanzando contra el viento se escuchan cada uno sus pretéritos, dichos para aquel otro que no es el de al lado; hallazgos, pertenencias y otros países, los de ella; él tiene trenes y laberintos que contar; la mujer habla de un hombre antiguo que se ocupaba de músicas, hasta que un verano se soltó; el hombre no sabe cuál contar, ninguna parece historia de hombre impermeable y enton­ces vuelve a callar, los ojos puestos en las ruinas, las lejanas ruinas dice la gente del lugar, y que ahora constituyen un esqueleto al que llegar.
Son mohosas las hebras que marcan el perímetro de lo que un día fue el radiante movimiento de estas ruinas; el hombre impermeable sabe que para la mujer de piel rojiza las ruinas muer­tas deben interpretarse como un espacio netamente vital, que, aunque cautivo del tiempo que representa, ofrece brechas por las que leer claves magistrales; la mujer, por su parte, sabe que, para el hombre, aquellas ruinas no son más que lo que su contorno dibuja sobre el cielo sucio: vehículos encastrados unos en otros, del tiempo en el que a los deltas no se llegaba en bote. Se juntan la mujer y el hombre, sobre la cuerina de una vieja butaca ajena al óxido que la rodea; las aves que a menudo revolotean en las ruinas hoy están en tierra; dos graznan desde el techo de un coche que supo ser rojo y ahora es óxido salino; otras dos mudan plumaje en el interior de la cabina de algo que fue un camión; varias se reúnen en torno a una rueda; mientras el hombre y la mujer se desprenden de la película de suciedad: cada uno con su brazo, contra sus propias nalgas; el tornillo que se llamará amuleto aparece en medio de un amasijo espiralado, hundido el cabo en la tierra oscura, reverente.
Y la escena es de adiós no solo por el ocaso.

Regresan por otro camino que no es atajo. Lo único que no merece ser llamado oscuridad son las lenguas plateadas que refulgen desde los antiguos cráteres.
Una de ellas ilumina el cuerpo del animal, ladeado sobre el barro, las entrañas carcomidas, intacta la parte más dura del cuero. El hombre se agacha y levanta una de las patas, para ver mejor el esqueleto. La mujer, de pie, la mano en la boca, lamenta el arrojo que no se le dedica.

El bote llega puntual a su cita, a pesar de que el hombre espera desde el alba. No hay más pasajeros. Al nuevo remero (las manos huesudas) le divierte que el hombre viaje sin siquiera un bolso. Y su risa cruje.

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¡Santos Capusottos, Batman!


El humor argentino tiene una tradición: cada momento de nuestra historia contemporánea ha tenido un capocómico que encuentra el modo efectivo de hacer humor con la realidad en la que vive; un alquimista que transforma sus chistes o sus personajes en un preciso retrato; un generador de recortes del discurso social; sesgo preciso que convierte las miniaturas cotidianas que compone, en un modo de entender la historia.

En 1992, un programa televisivo empezaría a poner patas para arriba la forma de hacer humor de su tiempo. Casi un lustro después de su muerte, el espacio que había dejado vacante Alberto Olmedo aún no encontraba un candidato a la altura, y De la cabeza sería el germen del que se desprendería el hito que fue Cha Cha Cha, con Alfredo Casero y Favio Alberti al frente del alocado proyecto. Allí, haciendo lo suyo, estaba Diego Capusotto, quien daría el salto definitivo a la popularidad cuando, junto con Alberti, forjaron esa usina de delirio y acidez que fue Todo por dos pesos. De allí a Peter Capusotto y sus videos habría otro salto: el de encontrar un discurso humorístico propio, con la ineludible e indisimulable esencia de su pasado. Haciendo gala de desparpajo y desfachatez, con un especial olfato para trazar historias y delinear personajes que calan profundo en la teleaudiencia; con una inteligencia y una profundidad que se agazapan y sacan sus uñas afiladas desde el disfraz del grotesco y el ridículo, esas formas gruesas del absurdo y el quiebre del sentido. Con el paso de los años, Diego Capusotto ha ido forjando una forma de hacer humor que encuentra su premio en ser un continuador de esa enorme tradición argentina; formas de leernos sin las cuales la brutalidad de nuestra historia contemporánea se haría insoportable; formas de leernos sin las cuales estaríamos más adormecidos para enfrentar esa dolorosa brutalidad.

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Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

¿Dónde está el abuelo?

Cuando uno piensa en un anciano japonés de 80 años, piensa en un señor mayormente blanco, de vejez lenta y, quizás, apacible. Si uno piensa en un señor de 80 años que sufrió una fractura de caderas dos años atrás y una operación del corazón hace 8 meses, piensa en la fragilidad del cuerpo que envejece. Nada de eso parece ser el caso de Yuichiro Miura, quién cumple con ambas condiciones y que a esa edad trepó hasta el Techo del Mundo, que es lo mismo que decir que llegó a la cima del monte Everest. Lo más impactante es que es la tercera vez que lo logra. ¿Las anteriores? A los 70 y 75 años, respectivamente. Con la sangre en el ojo con Min Bahadur Sherchan, un nepalí que le birló el récord al hacer cumbre a los 76, desoyó las recomendaciones en contrario y se lanzó a lograr la hazaña. Mientras sus familiares esperan que el actual récord perdure hasta que Yuichiro descanse en paz, en Idaho, la comediante y armoniquista Dorothy Custer, decidió festejar su 102° cumpleaños haciendo Base jumping, esa modalidad del paracaidismo que consiste en saltar al vacío desde un objeto fijo y no desde una aeronave. Para los 101 había saltado en tirolesa en el Cañón Snake River de Idaho. "Si llego a los 103, voy a ir a mojarle la oreja al japonesito ése", dicen que dijo.

 

Un día vinieron por el tango...

Hay pocas cosas que identifican a toda una Nación. Esas zonas de pertenencia donde todos se reconocen como compatriotas. La más nueva son los logros deportivos de selecciones de diversa laya y pelaje. En el podio de los más antiguos debe estar, sin dudas, el asado. Cuando tiempo atrás levantaba mi protesta contra las verduras en la parrilla en detrimento del tan argentino hacer, no esperaba que la realidad me sopapeara de un modo tan violento. Hace pocas semanas atrás, en Marruecos, se llevó a cabo el 12° Mundial de Asado, con cuyo trofeo se alzó la delegación de... ¡Dinamarca!, mientras que la selección argentina quedó en el puesto número 12. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que uno de los que estuvieron en el podio fueron los representantes de Liechtenstein, el país más pequeño del mundo. Imagínense a los rudos asadores de pelo en pecho recibir lecciones sobre cómo cocinar un asado a las brasas de un maestro liechtensteinchiano. Sí, que se la agarren con la mano.

 

Semanario insólito

En el lapso de una semana, tres noticias insólitas llamaron a la puerta de la redacción. Una más increíble que la otra. Y los ganadores son... En el tercer puesto, está Hasse, un sueco de 35 años, murió al intentar masturbarse con un panal de avispas. Nadie, pero nadie, puede imaginarse una hipótesis lógica de qué lo llevó a hacer semejante cosa. Víctima de casi 150 picaduras, quedó más redondo que Wilson y no volvió a ver la luz. Difícil encontrar una noticia que supere, en la veta de lo ridículo, semejante noticia llegada desde la península nórdica. Sin embargo, el segundo puesto es para la polémica que se generó en California cuando una pava de acero inoxidable, diseñada por un tal Michael Graves, se convirtió en objeto de repudio al detectarse que se parece al exterminador Adolf Hitler, una de las peores pestes de la historia de la Humanidad. Cosas vederes que bon crederes, Sancho; y la pava se parece nomás, casi tanto como aquel gato cuyas fotos circulaban por la web. Y si todo esto fuera poco, llegando al séptimo día, la teletipo de mi oficina me dio una noticia para el infarto: mientras yo holgazaneaba, el ¿músico?, ¿cantante? y éxito youtubesco, Psy, dueño del caballo invisible del éxito del Gangnam Style estaba dando una charla en Harvard, que durante muchos años de mi vida fue sinónimo de cultura y excelsa formación académica.


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