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La Iglesia se sostiene desde hace dos mil años porque el Vaticano sabe perfectamente poner en lo Absoluto lo que hace falta de relativo.
Jacques-Alain Miller

Escritos

Humano, demasiado humano
por Diego Singer

Mas ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor, si cuando lo invoco lo llamo hacia mí? Pero ¿qué lugar hay en mí para que mi Dios venga a mí, ese Dios que hizo el cielo y la tierra?

San Agustín
Confesiones

Lo menos interesante en las arduas discusiones acerca de la naturaleza de las divinidades es lo que concierne a las demostraciones sobre su existencia o su falta de realidad. La existencia de los dioses o de dios es, lo saben los creyentes y los escépticos, fantasmal. Los dioses existen ausentándose, habitan un mundo que no es el nuestro y aun cuando aparentan presentarse en nuestra geografía y sufriendo en nuestra carne, como en el caso de Jesús, solo afirmamos su carácter divino en tanto no respetan las reglas bajo las que todos nos hallamos. Si realizan milagros o si vuelven resucitados como espectros benévolos o ascienden a los cielos, esto es, si muestran una forma de existencia radicalmente diferente a la nuestra, los dioses pueden ser considerados como tales. Y a pesar de lo que algunos invoquen, esa existencia no puede ser jamás la plenitud del ser, sino un evadirse por exceso o por defecto, por silenciosa ausencia o por continua presencia indescifrable. Si, en cambio, algo nos importa, es el conjunto de las relaciones que establecemos con los dioses, el modo en cómo influyen en nuestra vida y nuestras costumbres, las formas y los canales de comunicación que intentamos en vano establecer con ellos. Lo que puede palparse de un dios es el conjunto de ritos que nos imponemos y la introyección de la carne, culpable y lacerante, en nuestro cuerpo.

Esto forma parte de las preocupaciones del joven Friedrich Nietzsche alrededor del año 1878 mientras redacta los aforismos de su libro Humano, demasiado humano. No se trata allí de demostrar la inexistencia de los dioses (cosa cercana a lo imposible), sino más bien de poder dar cuenta de los movimientos que en el hombre fueron llevando a la aparición de las religiones, pues ellas son las que articulan e institucionalizan de diversas formas los lenguajes mediante los cuales nos enfrentamos de una u otra forma a los dioses. Respecto a la verdad, para Nietzsche está claro que la religión no tiene nada que hacer en ese terreno, más que ayudar a espesar las aguas. Solamente funciona como efecto narcotizante (como opio de los pueblos) frente a los males que nos afectan en esta vida: “Nunca religión alguna, ni mediata ni inmediatamente, ni como dogma ni como parábola, ha contenido verdad alguna. Pues todas han nacido del miedo y de la necesidad, se han deslizado en la existencia por caminos erróneos de la razón”.

Entonces ¿cuál es el origen –humano, demasiado humano– de los cultos religiosos? Nietzsche se apoya aquí en algunos conocimientos contemporáneos de la etnología y en su fina percepción psicológica: “Los hombres religiosos se representan toda la naturaleza como una suma de actos de seres conscientes y dotados de voluntad, un inmenso complejo de arbitrariedades”. Ante el terrible poder de la naturaleza, y antes de poder comenzar lentamente a develar su legalidad oculta, los hombres entablan relación con esa naturaleza, utilizando las formas que hasta ahora le han sido útiles a la hora de conseguir el favor de los más poderosos. Para imponerle una ley a la naturaleza, los hombres primitivos crearon el culto religioso. Para que el hombre, el débil, imponga sus designios al más poderoso, a la naturaleza, se procedió mediante el ruego y la súplica para ganar su amistad. La adulación generalmente funciona para conseguir determinado tipo de amistad y así hacerse de “favores”. Otro tipo de relación es la del intercambio: “Si realizo tal y cual prueba, si sacrifico lo mejor de mi ganado en holocausto, mereceré lo que anhelo”. El intercambio es un modo un poco más violento que la súplica, porque supone que se gana un derecho respecto al poderoso, un derecho que el ruego mismo dejaba al arbitrio y al ánimo del poderoso. Pero hay otro paso aún más extremo en el intento de coaccionar a la naturaleza animada y poderosa: se trata de la magia y el encantamiento. El hechicero, a través del conocimiento del saber oculto a los hombres, podría obligar a los dioses a torcer el destino. Súplica, intercambio y hechizo, mediadas por el culto religioso, se convierten así en la proyección de las relaciones humanas con el más poderoso, convertidas ahora en estrategias para con los dioses. Se trata de las artimañas y estrategias humanas, demasiado humanas, de la impotencia.

Pero si bien hasta aquí hemos sido bastante torpes a la hora de hablar de dioses o de dios, de Jesús o de la naturaleza, como si en todos los casos se tratara de las mismas causas y de razonamientos análogos, Nietzsche mismo se encarga de establecer diferencias. La relación de los griegos con sus dioses es equiparable a la de la baja y la alta aristocracia, ellos son modelos y el hombre se eleva sobre sí cuando se dan tales dioses. Muy diferente es el caso del cristianismo, que intenta aplastar, angustiar y quebrar a los hombres: “A este enfermizo exceso del sentimiento, a la profunda corrupción de mente y de corazón necesaria para ello, impulsan todas las invenciones psicológicas del cristianismo; quiere este aniquilar, quebrar, aturdir, embriagar; lo único que no quiere es la mesura, y por eso es, en el sentido más profundo, bárbaro, asiático, no aristocrático, no griego”.

El problema más grande no es entonces el alejamiento de la verdad, sino la condición humana bajo el yugo de una u otra religión. En particular el cristianismo (una religión que Nietzsche conoce muy bien por herencia familiar) hace del hombre un esclavo, alimenta esa situación de impotencia primigenia hasta hacer de ella la primera virtud: humildad y servilismo, altruismo y desinterés serán para el cristianismo la suma bondad a la que los hombres podemos aspirar.

Humano, demasiado humano
Friedrich Nietzsche
Akal ¬ 1996

 

 


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François Cheng y la Belleza
por Lionel Klimkiewicz

Meditar sobre la belleza es una tarea que implica, según explica François Cheng, lo que podríamos denominar una actitud y una posición subjetivas especiales, basadas en ahondar en la capacidad para la receptividad y en el recogimiento. Esto es lo que permitirá establecer las condiciones de lo que, en su libro Cinco meditaciones sobre la belleza, Cheng llama una “vida abierta”, para impedir que un sujeto se encierre en un narcisismo mortífero que solo quiere la exclusión de lo diferente por resultarle peligroso para sí mismo.

Para este poeta chino, con el cual J. Lacan mantuvo varios encuentros de trabajo sobre poesía oriental, la belleza tiene tres aristas que la caracterizan: a) Es un advenimiento, una epifanía, un “aparecer ahí”; b) es un entrecruzamiento entre elementos que la componen, como aquella que se produce durante el atardecer entre la luz del sol y el resplandecer de ella en los árboles, las flores, los muros, etc.; c) una revelación que nace de ese encuentro.

En consecuencia, la experiencia artística debe mantener dos designios: tiene que expresar, por un lado, la parte violenta y sufriente de la vida, junto con todas las perversiones que ella engendra, y por otro, debe continuar revelando lo que el universo expresa en forma de belleza. En ese camino deben derribarse las barreras de la costumbre para lograr una nueva manera de vivir y percibir. Esto es posible solo si se concibe a la belleza, no como un dato, sino como un don.

Este hermoso libro de François Cheng explora durante cinco meditaciones el entrecruzamiento entre las estéticas occidental y oriental de un modo muy personal, logrando transmitir –siendo muy consecuente con su trabajo– su propia experiencia con la belleza.

Vacío y plenitud
François Cheng
Siruela ¬ 2012



 

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Hermano ciervo
por Javier Martínez

Es difícil abordar la reseña de un libro de cuentos como Hermano ciervo sin hacer pie en sus inequívocas virtudes generales. Así que para sacar del medio lo primero que a uno se le ocurre transmitir sobre el libro al terminar de leerlo, lo pongo en palabras: está buenísimo. Ahora bien, ¿qué posibles trazos, qué senderos de la lectura hacen que sea inevitable dar una definición tajante y, esquivando al gusto de cada quien, universalizar la experiencia de esa lectura en dos palabras?

Por alguna punta del ovillo hay que comenzar: la geografía del libro (los accidentes estéticos que trepan como montañas, se hienden de agua como bahías, se pierden en el horizonte cual llanura y demás) es irregular, pero conserva un algo a lo largo de todos sus cuentos. Como retazos de paisaje, cada uno de esos textos tiene algo para decir del anterior y del siguiente. A final del viaje, el todo hará una patria, una nación simbólica que invita a volver, alguna vez, sobre los pasos dados. Más aún: probablemente, para el viajero distraído, la continuidad topológica puede dar la sensación de recorrer una novela con ventanas que nos muestran cortes abruptos en su historia. El corpus no sólo se sostiene: como un cuerpo viviente de resonancias, es en el todo donde esplende.

Sin que necesariamente tenga que ver con lo anterior (aunque sospecho que es posible que la vinculación sea muy estrecha), en un plano musical, de concierto, Hermano ciervo tiene un desarrollo sin rimbombancias que lo hagan altisonante, se desliza por los intríngulis que los personajes van desgranando; son pequeñas percusiones, matizadas de riffs (que no parecen) violentos, bases rítmicas sostenidas y silencios que sincopan las palabras. Una lengua directa, que usa su filo para producir cortes de sentido, que se demora o acelera sin freno cuando le place. Un extraño encuentro entre la respiración del escritor que se compone con la del lector, sin necesidad de sincronía.

Desde una perspectiva más abstracta, los ocho cuentos que componen el libro también son un puñado de argumentos para pensar los términos de lo ficcional. Es ese sentido lo que se asoma del borde del principio de realidad y lo verosímil no tiene que ver con lo sobrenatural; a lo sumo, sí con momentos y circunstancias que no suelen ser del cotidiano de muchas personas en el mundo. La ficción es una traducción, a estructura narrativa, de una realidad tan posible como la que vivimos cada mañana. Así, por ejemplo, un animal escapado del zoológico es un volantazo en la historia de tres personajes cuya vida hacía foco en el engaño, el descubrimiento, la complicidad de la víctima. Cuentos como ventanas. Recortes desde los que el lector se asoma a relatos que lo toman por asalto. Arideces, densidades, claroscuros, lluvias, fríos, curvas. En Hermano ciervo se narran las dudas de la vida tanto como la presencia replicada y sistemática de la muerte.

En ocasión de su edición en Argentina, el libro del chileno Juan Pablo Roncone encontró en Fiordo una editorial que le ha dado a tan valioso contenido, un contenedor acorde. Un libro que, es justo decir como otros tantos, se corporiza en un lindo objeto y una cuidada edición en el que los traidores gazapos de las erratas parecen haber faltado a la cita. Todo lo demás será del gusto de cada quien. Lo que sí es preciso decir es que este libro bien vale asumir el riesgo de aventurarse por senderos literarios menos masivos; esos que, muchas veces, nos conducen a verdaderos descubrimientos.

Hermano ciervo
Juan Pablo Roncone
Fiordo ¬ 2013

 

 


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El insólito mundo de James G. Ballard
por Martín Jali

En 1982, Andrea Juno y Val Vale, editores de la mítica publicación contracultural Re Search, viajaron a Shepperton –un pequeño barrio familiar lindante con el aeropuerto de Heathrow, a una hora de Londres– para encontrarse con James G. Ballard. Por aquel entonces, Ballard era un autor de novelas de ciencia ficción de mediano reconocimiento, cuya obra era consumida por una pequeña pero fiel masa de lectores. Más tarde publicaría El imperio del sol, llevada al cine por Steven Spielberg en 1987, una novela que narra la experiencia del pequeño James en el campo de concentración japonés de Soo Chow. En 1996, Cronemberg daría un nuevo golpe maestro en pos de la masificación de la obra de Ballard al filmar Crash, tal vez su novela más representativa. Como alguna vez dijo su amigo Ian Sinclair, la maquinaria publicitaria, el cine y los medios masivos reinventaron a Ballard para convertirlo en un apóstol de la cultura occidental, un apocalíptico profeta que alertaba sobre los efectos trágicos de la sociedad de consumo, la alienación y las psicopatologías que contaminaban las mentes del sujeto promedio del siglo xx. Su obra, al mismo tiempo, comenzó a mutar: la ciencia ficción derivó en una nueva clase de ficción distópica que trabajaba con los elementos residuales del presente para, de manera objetiva y rigurosa, con el lenguaje seco de un neurocirujano, lanzarlos en un despegue brutal hacia el futuro.
 
Como muchos otros grandes escritores, J. G. Ballard excedió los límites de su propio género al transformarlo y combinarlo con otras variables. Voraz lector de revistas científicas, de prospectos médicos, de manuales de accidentes destinados a la industria automotriz, Ballard diagramó argumentos donde personajes al borde del colapso habitan esferas sociales impregnadas por la ruina del imaginario burgués: autopistas futuristas, piscinas abandonadas, grandes hoteles de lujo, barrios privados de clase media donde, de pronto, comenzaba a agitarse el perfume de la revolución. Así como el adjetivo kafkiano se instaló en el imaginario colectivo, lo ballardiano sirve para ilustrar una realidad que, llevada al límite, se confunde cada vez más con la ficción.

Pero volvamos a 1982: Andrea y Vale, como muchos otros antes y después de la década de los 80, viajan a Shepperton para conversar con Ballard. Esta entrevista de más de 9 horas, junto con otras tres –las últimas, ya en la década de los 90– son las que recopila Para una autopsia de la vida cotidiana, recientemente editado por Caja Negra, con traducción de Walter Cassara. Si los libros de entrevistas suelen ser problemáticos, ya que su lectura parece estar dirigida a fanáticos, o bien el autor de turno se coloca en la difícil posición de opinar sobre cuestiones que le son completamente ajenas, el caso de Para una autopsia de la vida cotidiana es una maravillosa excepción. La inteligencia de Ballard, en primer lugar, es de una intensidad muy poco común. Es más: se trata de una estampida de creatividad, donde cada tema da lugar a otro y las hipótesis de trabajo, anécdotas personales o recomendaciones de textos –siempre torcidas, jugosísimas, como aquel consejo de leer las transcripciones de las cajas negras de los aviones– saltan al aburrimiento como último impulso de los sujetos, a la necesidad del mito, a la sustitución de lo erótico por la imagen pornográfica, a la censura de la imaginación y la invasión de la televisión como medio de adoctrinamiento social. Por ejemplo, en 1982 Ballard opina: “Lo que espero de la revolución informática y de la televisión es que nos conduzcan a un canal de información científica, que solo tengamos que pulsar un botón para… Quisiera un rendimiento mucho más alto de la información que puedo adquirir por mi propia cuenta. ¡Quisiera estar informado acerca de cada cosa! De las nuevas pinturas que está utilizando la General Motors para su gama Pontiac. Necesito conocer cada detalle, tener información precisa sobre todas las cosas”.

Para alguien que consideraba que el futuro llegaría primero a los suburbios, no a las grandes conglomeraciones urbanas, la hiperconectividad, el flujo de información que propician las redes sociales y la web 2.0, parecieran haber cumplido uno de los deseos de este novelista, fallecido en 2009. Pero Ballard no hace futurología –nada más estúpido, nada más anclado en el olvido– sino que lee con extrema lucidez y creatividad las posibilidades de nuestra sociedad. Toda su obra dialoga, como un gran sistema de códigos, con la dinámica emergente de nuestro tiempo. Y esto, fundamentalmente, es lo que nos revela, con su hermoso título, Para una autopsia de la vida cotidiana.

Para una autopsia de la vida cotidiana
J. G. Ballard
Caja Negra ¬ 2013

 

 


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La lengua de las migraciones
por Marcelo Díaz

Ya me es indiferente en qué lenguaje
no seré comprendida.

Marina Tsvetáieva

Hace un tiempo hubo una discusión en las redes sociales acerca de un comentario de Natalia Litvinova en el cual, dicho brevemente, proponía volver a leer a los autores que integran la tradición literaria rusa en vez de a otros. Más allá de la diversidad de opiniones (y de las interpretaciones que desestabilizaron a algunos) se trató de una opinión que oxigenó el campo de los debates sobre qué leer y qué escribir hoy por hoy. ¿Por qué? Porque Litvinova actualiza una tradición que con el tiempo, desde la periferia hacia el centro, está llamada a ocupar un protagonismo merecido.

Desde un principio, desde el título mismo, Esteparia instala un paisaje, un cuadro mental en el lector: el vacío y las simetrías de la lengua como una vasta región desértica. Este es el primer libro publicado por Natalia Litvinova; después vendrán Grieta (Gog y Magog, 2012) y Todo ajeno (Melón Editora, 2013), y ya están presentes, como en forma de anuncio, los planteos referidos a la relación que existe entre el lenguaje y el poeta. En el poema “No hay idioma que contenga” el yo-lírico enuncia: cada palabra / es piel de la nieve / una niña con una rama / escribe sobre ella / la nieve se derrite / la niña también”. Tanto en este caso como en el poema “Lengua menor” se enfatiza y se problematiza la idea de que los límites de nuestro mundo, como sostenía el célebre axioma de Ludwig Wittgenstein, son los límites de nuestro lenguaje.

La poeta bordea esos límites por una intuición que la lleva a tensionar la frontera de lo decible y a trazar una cartografía en el centro mismo del sentido. La poesía, de manera performativa, es decir, en términos pragmáticos, configura e introduce nuevos espacios en la realidad que luego serán habitados por el poeta mismo. Si el lenguaje, o el discurso, como quería Mijail Bajtin (también ruso), tiene una naturaleza dialógica y piensa en un destinatario que está en un punto equidistante con respecto a nosotros, en la poesía esa especie de carácter dialógico se desvirtúa. Digamos: si el poema fuese una flecha, como en un manual de instrucciones de arquería, la misma estaría direccionada hacia cualquier lugar o punto en el espacio, es decir, la flecha no tendría una dirección claramente definida.

En sus poemas, Litvinova aborda esa tensión que se produce a la hora de reflexionar sobre la dimensión y el alcance de la palabra poética. De ahí que una lectura posible gire en torno a cómo se construye una suerte de teoría del lenguaje dentro del poema mismo. Los versos que componen el poema “Teorías sobre el lenguaje” cuestionan otra vez este uso casi instrumental de la palabra que la reduce a rotular lo que está presente en el mundo. Si el poeta va a configurar su identidad lo hará mediante su lengua; lo interesante de Litvinova es que su idioma natal es el ruso y no el castellano. Desde esa perspectiva ya existe de manera premeditada un desdoblamiento de la voz poética. Primero, traducir del ruso al castellano; después, o en simultáneo, del castellano a la poesía como si esta fuese una lengua, otro idioma.

La familia de Litvinova se construye (o se construyó) mediante rituales que consistían en formas (y usos) puntuales de la palabra. Es el carácter reversible entre los sonidos de los vocablos y el silencio lo que define los lazos familiares, lo cual se transparenta en los versos del poema “Gómel”. El yo-lírico toma instantáneas de esa imagen familiar y enciende la pregunta acerca de cuál es su origen o cómo se articularon las hojas de su árbol familiar. Así, la lengua no es un instrumento para el ejercicio de las nomenclaturas sino el lugar que habitamos. Como un país o un continente.

Esteparia
Natalia Litvinova
ÁRtese quien pueda ¬ 2013



 

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Las páginas raras de Cortázar y Urmuz
por Rodica Grigore

Según una opinión muy extendida entre los escritores, crear un relato resulta mucho más difícil que construir una novela, entre otras razones, porque la extensión reducida obliga al autor a captar la atención del lector con menos recursos. Cortázar es, sin duda alguna, uno de los mejores cuentistas, a veces comparado con Edgar Allan Poe o Jorge Luis Borges por su imaginación prodigiosa y el dominio perfecto de la técnica narrativa. Historias de cronopios y de famas cumple tanto estas premisas que hasta presenta la dificultad de incluirlo en según qué género o corriente literaria. En un intento de clasificación, los textos que lo componen han sido analizados como “short stories”, cuentos cortos, aunque el propio escritor utilice “historietas (más o menos)…” para referirse a ellos.

Un caso y una situación similares, y podríamos decir de una identidad perfecta, los encontramos en las circunstancias del escritor rumano Urmuz (nacido Demetru Demetrescu-Buzău) y del único libro suyo publicado después de su muerte, Opera (1930). Comparado por la crítica rumana con Kafka, Lautréamont, Jarry o Charles Cros, Urmuz nunca conoció la gloria literaria alcanzada por estos, y de hecho nunca la soñó. Casi desconocido fuera de Rumania, él es, sin embargo, exactamente aquel escritor que representa “el origen de toda la vanguardia rumana” (como enfatiza con orgullo Eugen Ionescu, su primer traductor al francés), y también el punto de partida para Tristan Tzara, que tomó de él no solamente materia decisiva para su poesía, sino también para la doctrina estética del dadaísmo y del famoso Cabaret Voltaire de Zürich.

Pero Urmuz, verdadero antecesor del dadaísmo, publicó sus relatos solamente en unas revistas literarias durante el año 1922, bajo del título general (reclamado por el autor mismo) de Paginas raras

En el contexto de la vanguardia –sea ella literaria o no– el elemento esencial que ha alcanzado la edad contemporánea siguiendo la descendencia de Rimbaud, es la tendencia de reemplazar, como objetivo del arte, la realidad exterior por lo posible. Eso ocurre porque el antiguo principio de mimesis empieza a ser reconstruido o reevaluado, y la misma noción de “realidad” conoce una evolución importante, para referirse, con frecuencia, simplemente a una posibilidad de ser en el mundo… Vamos a ver cómo funciona dicho mecanismo en las páginas realmente raras de Urmuz : “Un apartamento bien aireado, compuesto de tres habitaciones principales, con terraza, camón y timbre. Delante, el salón suntuoso, cuya pared del fondo está ocupada por una biblioteca de roble macizo, siempre envuelta en sábanas húmedas. Una mesa sin patas, en el centro, basada en cálculos y probabilidades, sostiene un cuenco que contiene la esencia eterna de ‘la cosa en sí’, un diente de ajo, una estatúela que representa un pope (transilvano) sosteniendo en la mano una sintaxis y… 20 céntimos de propina. El resto no tiene ninguna importancia…” (El embudo y Estamate-novela en cuatro partes)

Es verdad que las páginas del escritor rumano pueden ser leídas según el modelo ya consagrado impuesto por Henri Bergson, “du mecanique plaqué sur le vivant”, pero estaría más cerca del espíritu y de la materia de su narrativa que el lector intentase seguir otro camino, es decir el del “humorismo”. Luigi Pirandello evidencia que el humorismo (“un sentimiento muy marcado de lo otro-lo contrario”, como lo define el autor de Enrico IV) aparece exactamente en el momento que el ser humano moderno adopta una perspectiva diferente sobre el personaje literario y su mundo. Una vez los hombres consideraban que los ángeles y los demonios luchaban por conquistar su alma, pero en la época moderna, el ser humano descubre (es obligado a descubrir…) que su alma ya no es; o está ausente por decirlo así… Esto se debe a que el mecanismo bergsoniano de la risa se transforma en una realidad muy delicada, una especie de humorismo que actúa a veces al margen de lo trágico, aspecto que puede ser recalcado en toda la narrativa de Urmuz. Pero es evidente que esta situación puede ser encontrada también en la obra del escritor argentino: “Allá en el fondo está la muerte, pero no tengo miedo. Sujete al reloj con una mano, tome con los dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente.” (Instrucciones para dar cuerda al reloj). Las “historietas” de Cortázar incluyen un completo “manual de instrucciones”, donde se explica en detalle cómo actuar correctamente para ejecutar tareas como llorar, subir una escalera, dar cuerda al reloj, matar hormigas en Roma… Pero ninguna de ellas se apoya en el humor fácil, común y gratuito, que sólo tiene como objetivo la risa. Las instrucciones para dar cuerda al reloj, por ejemplo, demuestran esta afirmación; aquí el autor tratando de exprimir en profundidad los aspectos trágicos del humor. El concepto tutelar es, evidentemente, el del tiempo y, por supuesto, todo lo que este implica; incluso la muerte… Urmuz, por su parte, hace lo mismo en un espacio cultural muy distante, pero no sustancialmente diferente: “Algún día, Grummer, sin avisar a Algazy, tomó la carretilla y se fue a la busca de trapos y tabas, pero al regresar se encontró por casualidad con unos restos de poemas, fingió estar enfermo y se los comió a cencerros tapados, debajo de la colcha. Algazy, al advertirlo, entró con la intención sincera de reprenderlo, pero observó horrorizado que en el estómago de Grummer se hallaba, consumido y digerido, todo lo mejor que había quedado de la literatura…” (Algazy y Grummer). Aparece aquí la muerte, vista no solamente como una cosa humana sino como un fenómeno de una extensión mucho mayor, que extiendesu dominio a toda la literatura… Así que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que los dos autores se liberan completamente de la realidad asimilable al sentido común y deciden reemplazarla por un mundo nuevo, un universo de su propia invención. Aunque la crítica ha tratado de demostrar que los Cronopios de Cortázar son seres extraordinariamente cómicos, la verdad es que ellos esconden debajo de sus maravillosas máscaras muchos aspectos miserables; el autor mismo lo dice: “esa seriedad que tu ves en el libro es algo que en alguna medida el lector la descubre y la pone…” Urmuz, por su parte, nunca dijo eso, pero es evidente que el podría firmar las afirmaciones de Cortázar: la novedad de sus páginas raras para su época, reside en que el escritor rumano nunca intenta impresionar de una manera violenta a sus contemporáneos –los dadaístas van a hacer eso…– sino suplantar de un modo compensatorio el mundo real con un universo completamente diferente, antimimético. Desde esta perspectiva podemos afirmar que el surrealismo rumano (no olvidemos que la crítica ha mirado las Historias de Cortázar como ejemplos de un “surrealismo tardío” en el contexto de la literatura del continente latinoamericano…) es, con Urmuz, anterior al surrealismo francés, y completamente independiente de este. En cualquier caso, lo que queda claro en la obra de los dos autores, Cortázar y Urmuz, es la búsqueda de una libertad creadora total que prescinda de todos los tópicos, los lugares comunes, la formalidad forzosa y la vacía pomposidad de una cultura retórica; también una búsqueda de “aire fresco”, es decir un lenguaje espontáneo, que cuente las historias, las historietas, los relatos (o lo que sean…) de un modo natural y vivo para siempre.

Bibliografía
Julio Cortázar, Cuentos completos / 1, México, Alfaguara, 1996.
Urmuz, el antecesor del dadaísmo (apéndice), en: Tristan Tzara, Los primeros poemas (Poemas rumanos). Versión castellana, estudio introductorio por Darie Novăceanu, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2002.


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Trovadores: lenguaje y nación
por Rodolfo Alonso

En 1863 Rosalía de Castro ve publicado su libro Cantares gallegos. Era la primera vez, después de muchos siglos, que la vieja lengua que había oído hablar desde niña a sus paisanos cobraba nuevamente forma literaria. Quizá ni ella misma tenía entonces clara conciencia de que a partir de ese libro iba a comenzar el “resurgimiento”, no solo de la literatura sino –también– de la identidad social y cultural del pueblo gallego. Y tampoco podía imaginar que, mucho tiempo después, la fecha del 17 de mayo, con que aparece allí datada su dedicatoria a Fernán Caballero, iba a ser erigida como Día de las Letras Gallegas.

Este día puede ser hoy motivo de alegría y celebración. Pero mientras duraron el sometimiento y la censura fue, con toda justicia, una jornada de protesta y de lucha. Porque gracias a ese mismo pueblo gallego que la mantuvo viva durante largos siglos, no pudieron destruir a aquella que Manuel Curros Enríquez llegaría a bautizar, tan gráficamente, “Cristo de las lenguas”. Una circunstancia que ya había previsto, en 1952 y desde Buenos Aires, el poeta argentino Francisco Luis Bernárdez: “Ni el imperialismo castellano del siglo xv, ni todo cuanto intentóse luego, a través de siglos, para eliminar el habla de Galicia, pudieron desarraigarla. Proscripta de la literatura durante centenios resurgió tan honda y vibrante como en las primitivas cantigas”.

Hizo muy bien, entonces, la Real Academia Gallega en dedicar la celebración de 1998 a recordar uno de los momentos de más alto esplendor del idioma de Galicia: el inagotable encanto de Martín Codax, Mendiño y Xoán de Cangas, esclarecidos trovadores de la ría de Vigo. Porque si con mucho criterio, a partir de la bienvenida recuperación de la democracia y de la autonomía, después de la muerte del dictador, se viene poniendo allí merecidamente el acento en los hombres y las mujeres que, desde el Resurgimiento, y a través de muy difíciles etapas históricas, defendieron con sus obras literarias la presencia de una identidad cultural gallega, acaso había llegado ya el tiempo de recordar a los antiguos, a los que pusieron los cimientos y plantaron las raíces del árbol inmenso.

Pero, siendo también que esa identidad, por la inmigración y por el exilio, está esparcida por el mundo, no podemos dejar de verla en una perspectiva más rica, más múltiple y variada. En un seminario sobre la inmigración gallega en América Latina que se llevó a cabo en la brasileñísima y mágica ciudad de Bahía (que su Jorge Amado bien llamó “la Roma negra”), no dejó de sorprenderme la activa participación de muchos jóvenes universitarios del Brasil entero, aunque no todos tuviesen sangre gallega en sus venas. Para ellos, las raíces comunes de su literatura se encontraban en los llamados trovadores galaico-portugueses. Lo cual no deja de ser tan asombroso como comprensible.

En los tiempos en que la Península no había delimitado geopolíticamente sus identidades nacionales, la lengua viva fluctuaba por encima de las futuras fronteras. Y quien lo reconoce es un historiador de Portugal, José Mattoso: “No deja de ser curioso verificar que el primer movimiento cultural de cierta amplitud y efectivamente identificable con el país es el de los trovadores gallego-portugueses”. Pero eso no es todo. Otra investigadora lusitana, como Esther de Lemos, añade que “la primitiva poesía en gallego-portugués no pertenece exclusivamente a nuestra literaturanacional, no es aún estrictamente literatura portuguesa”. ¿Y por qué? Porque, según ella, “en Galicia (...) parece haber florecido, ya mucho antes de la fundación de la nacionalidad portuguesa, una poesía de inspiración tradicional, folclórica, cultivada sobre todo por los juglares”. Y, para el caso de que quedaran dudas, insiste la misma: “Los juglares gallegos habrían tenido así el mérito de recoger, aprovechar, difundir y por fin fijar para la forma escrita esa tradición oral primitiva, venida del fondo del tiempo y de la eterna alma femenina”.

Y cada vez que conmueve mi memoria el ruin asesinato de Federico García Lorca, no puedo dejar de recordar dos citas que Eduardo Blanco Amor incluyó, lúcidamente, ya en su prólogo a aquella primera edición, realizada en Santiago de Compostela durante 1935, de los nítidos Seis poemas galegos del gran poeta andaluz. “Non ha mucho tiempocualesquier dezidores e trovadores de estas partes, agora fuesen castellanos, andaluzes o de la Extremadura, todas sus obras componían en lengua galaica o portuguesa”, escribió en el siglo xvi nada menos que el Marqués de Santillana. Pero aún hay más. Cuatro siglos después, una autoridad tan hispánica como Menéndez y Pelayo afirmó sin dudas: “No se puede desconocer que el primitivo instrumento del lirismo peninsular no fue la lengua castellana, ni la catalana tampoco, sino la lengua que, indiferentemente para el caso (en aquella época eran la misma) podemos llamar gallega o portuguesa.”

O sea, que si los gallegos de hoy quisieran superar –elaborar diríase desde un punto de vista freudiano– los ultrajes históricos del viejo poder castellano, no tendrían más que acordarse de haber sido los primeros en escribir gran poesía en la Península. Y, al hacerlo, como bien lo sabía sin duda el rey Alfonso X el Sabio que, sin serlo de nación, eligió en el mismo siglo xiii escribir en gallego, no pueden dejar de tener muy presentes a trovadores como los que se celebró con justicia en aquel Día de las Letras Gallegas de 1998.

De entre estas luminosas creaciones, para mi gusto las más bellas son las de Martín Codax, no solo por ser las únicas de humanísimo carácter profano sino por el grado de esplendor alcanzado en su lenguaje. Y aquí nos aguarda todavía una última sorpresa. La belleza entera de esa poesía, que como se sabe no es solo texto sino también música (recuperada casi intacta en el Pergamino Vindel, descubierto en 1914), revivió hace un tiempo en la voz y en los instrumentos de un calificado grupo de jóvenes universitarios brasileños. En su excelente disco Cánticos de amor e louvor, más que bellamente interpretado por el conjunto de Música Antigua de la Universidad Federal Fluminense, de Niterói, y producido por el Núcleo de Estudios Gallegos de la misma casa de estudios, que dirige inteligentemente María do Amparo Tavares Maleval, podemos gozar de una insólita y tocante experiencia estética de altísimo nivel.

Y también podríamos, si quisiésemos, comprender que esa riqueza viva que es la lengua del pueblo gallego no solo produjo la primera gran poesía de España, sino que se encuentra asimismo en los fundamentos de la cultura portuguesa y, como consecuencia, es amada, estudiada y apreciada tanto en el inmenso Brasil como en los otros países lusófonos. Son las compensaciones que a veces producen los dolores de la historia. Ese bello idioma negado y disminuido que su pueblo supo mantener vivo a pesar de la opresión y de la injuria, no solo llegó al exigente nivel de la poesía mayor sino que también, como los mismos gallegos, desde el inmenso esplendor de sus trovadores se esparció por el mundo para fecundarlo y hacerlo florecer.


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Congreso de Futurología

 

De entre el amplio menú de la literatura de Stanislaw Lem, Congreso de Futurología no ocupará un lugar destacado. Es probable que el destino de este libro sea el de un olvido tajante del que quizá retorne en un espasmo aislado. No será descubierto a futuro, valga la paradoja, como una joya de la literatura universal. Sin embargo, el modo de abordar el mundo del futuro tiene en esta novela una impactante consonancia con uno de los más temibles flagelos de la actualidad: la medicación compulsiva y masiva con sustancias psicotrópicas. Para introducirse a pensar en ese mundo, Lem echa mano de Ijon Tichy, quien tras un largo período de hibernación volverá al mundo de los vivos en el año 2039. La hostilidad que, para un sujeto, puede suponer la idea de aparecer en un mundo al que no pertenece, se diluye en el encanto de un presente donde lo único que fluye es el bienestar. La realidad viaja sobre carriles aceitados en los que nada está fuera de su lugar. Al menos, hasta que empieza a estarlo. En un megahotel donde tendrá lugar el Congreso de Futurología, hay otros encuentros grupales, muchos de los cuales incluyen el sexo duro, el libre albedrío, la circulación obscena de fluidos, etc. Encuentros, desencuentros, explosiones, cortes de luz, gente agonizante y muchas otras circunstancias inscriben a la novela en una distopía que, progresivamente, rasga la superficie sedosa de la utopía. Los atentados contra el status quo adquieren una fiereza implacable y tornan lo absurdo en burdo. Sin embargo, el mundo aún puede ser sedoso gracias a la psiquímica, el poder acuñado por Lem, con el que se controla la vida y las posibilidades de mujeres y hombres. No hay lugar para el dolor, no hay lugar para la angustia, ergo, no hay lugar para las preguntas, para la duda que motoriza otro bienestar del hombre. El uso de sustancias químicas posibilita el saber, el acceso a la información, la circulación de lo erótico, la calma y las tormentas necesarias. Nada malo puede pasar si uno se recuesta en los brazos tibios de la psiquímica. No porque sea un hombre del pasado (sabrá que la resurrección es algo del orden de lo habitual, de lo cotidiano) pero sí porque se resiste a ponerse de rodillas ante el imperio del psicofármaco, será quien comience a deshilachar la sospecha que se transforma en duda; la que, por supuesto, abrirá las puertas y ventanas de una realidad que se oculta al común de los mortales. Ijon Tichy rasgará el velo de la realidad psiquímica para ver, en el trasfondo de sus visiones, un mundo oscuro, derrumbado, sucio, empobrecido, sometido a la más severa de las humillaciones. Por fuera de la pregunta sobre cuál es la realidad y cuál el fantasma químico, Lem hunde el dedo en la llaga del negocio de los grandes laboratorios y de las empresas monopólicas de la salud. Si superponemos el mundo psiquímico al dato que afirma que uno de cada cinco niños estadounidenses padece de trastornos del comportamiento, y pasibles de ser medicados con psicotrópicos, las preguntas que abre esta novela sobre la legitimidad de la invasión química no se detienen en la pura anécdota. Las dudas, las superposiciones de lo real y lo imaginario, la manipulación y la condescendencia, el sometimiento voluntario al chaleco químico, la masividad del consumo, son algunas de las tantas cuestiones que, desde el humor, la ironía y la ciencia ficción, Lem aborda en Congreso de Futurología. Agentes químicos adyacentes a la psicodelia que reinaba al momento de su escritura y que, hoy por hoy, tienen resonancia en el mundo que se rinde a los pies de los medicamentos psicotrópicos. Desde esa perspectiva, es un libro cuyo valor no radica en ser un fresco del porvenir en el año 2039, sino en abrir espacios para preguntarse por este mundo loco y medicado que nos toca vivir.

Congreso de Futurología
Stanislaw Lem
Alianza Editorial ¬ 1988

 

 


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