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Editorial

La proximidad de un número titulado La Misa fue usina de montones de hilos posibles con los que tejer un editorial alrededor del ritual católico; el más arraigado en nuestra sociedad. Y para alguien cuyo origen es un hogar de creencias católicas, es inevitable abrevar en los recuerdos remotos de cómo se fue adquiriendo (y perdiendo) el contacto con la religión católica; lo que es decir, con un concepto de la moral, el pecado, la caridad, el dolor como economía del bienestar terreno, las llagas, las heridas que no paran de sangrar y el sacrificio. Todo copiosamente sazonado con el terror expulsivo de la iconografía de las iglesias y sus santos sangrantes y sus corazones vivos fuera del cuerpo, todos sagrados y consagrados a dios; padre y todopoderoso cuya furia se descargaría con vehemencia en las ovejas descarriadas; manada impasible que se deja llevar a pastar a cambio de su lana y, llegado el momento de su carne; corderos rendidos a los pies de un concepto que está siempre más arriba en el organigrama de la historia de la humanidad. A medida que, mejor o peor, fuimos cayendo en la cuenta de lo inevitable de la muerte, también fuimos tentados para arrojarnos a los brazos de los modos de leer la mortalidad y de ofertas-placebo de vida eterna para, sin lograr calmarla, distraer la angustia por la finitud de nuestro paso por el mundo; la promesa (como todas, hecha para romperse) de encontrarnos, iguales a lo mejor de nosotros mismos, en un sitio en el que la finitud de la carne no tiene lugar alguno.

De allí en más, son infinitos (y algunos quizás insondables) los caminos que se abren para pensar la religión y el rito; desde la transformación simbólica del conocimiento del mundo y hasta la reducción de toda pregunta sin respuesta lógica a la obra de algún dios. De ese conjunto infinito, parecía inevitable hacer foco en las denuncias (con las pruebas y testigos del caso) de pedofilia contra prelados de diversos grados en la jerarquía de la iglesia católica; movimiento de ruptura del silencio y de la humillación de los abusados que le costaron el papado a Benedicto XVI, nacido Joseph Ratzinger, jefe de la doctrina católica e ideólogo de lo peor del cristianismo, quien abdicó en favor del silencio que se impuso sobre los curas pedófilos. Como si todo hubiera quedado bajo un manto de olvido tejido a golpes de incertidumbre en la sucesión y la final elección de Francisco I, un jesuita con aspecto de buenazo que se encarga de lavar la imagen de la corporación a fuerza de andar en transporte público, lavar y besar pies de presos adolescentes y besuquear peregrinos subnormales y de los otros a diestra y siniestra.

La asunción del exarzobispo de la Ciudad de Buenos Aires al máximo cargo de la iglesia católica fue otra de las tentaciones para encarar estas pocas palabras sobre la misa, sus contextos y sus efectos. Sin embargo otra contracurva de la historia asomaría sus narices. En los tira y afloje de la iglesia católica con el gobierno argentino, circuló una fotografía en la que un supuesto Monseñor Bergoglio, mucho antes de ser papa, le daba la comunión al sangriento dictador Jorge Rafael Videla. El punto de discusión era si el cura de la foto era el devenido sumo pontífice, como algunos medios de comunicación sostenían que era. Lo que nunca estuvo en duda fue que los dictadores más sangrientos de nuestra historia no sólo recibieron la comunión, sino que fueron bendecidos en fastuosas misas y que los curas cómplices se convirtieron en el sustento religioso de la dictadura más feroz de la historia argentina; es decir, en el perdón necesario para seguir aniquilando y torturando. El cura de la foto parece que no era Bergoglio y Videla murió preso en una cárcel común, aunque en mejores condiciones de las que mereció por ser el máximo ideólogo y responsable de un genocidio que no merece ni perdón, ni otra mejilla ni misericordia.

Necio sería desconocer otros efectos de la religión católica y lo que producen algunos de sus referentes más comprometidos con el padecimiento de los sectores más pobres de nuestra sociedad.  Necio sería desconocer el grado de compromiso que muchos sacerdotes y practicantes religiosos tienen con su tiempo. Aun así, nunca dejarán de estar esperando una forma de la justicia que, una vez terminado el mundo, les ofrezca un modo de continuidad, un alivio. Lo que, pensado desde otra perspectiva, puede reducirse peligrosamente a una esperanza que nubla muchas posibilidades de vivir este paso efímero por la faz de la Tierra como el tan mentado paraíso que, de otro modo, siempre será a futuro y para otros.

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