Lo nuevo, lo que se pierde para siempre no sin desgarro; lo que regresa querido, lo que retorna desde el fondo mudo del olvido; el capricho del tiempo, el patrón con el que se mide la angustia de sabernos finitos; la necesidad de un más allá que justifique dejar tanta belleza en el más acá; lo inexplicable; son algunos de los caminos de cornisa por los que transitamos los humanos.
Es en ese espacio en el que las religiones clavan sus cuñas y abren sus promesas de recompensas eternas como colas de pavo real; candiles que en la noche de la duda profunda dan origen a la devoción y a la entrega de cuerpo y alma. Segmentos hechos de palabras donde el verbo encarna su imposibilidad de decir.
A estas tierras en las que nacemos argentinos llegaron los españoles con el catolicismo; conquistando con la cruz aquello que no podía conquistarse con las armas. La historia de la dominación de América no es más que una forma de narrar la dominación en general; el doblegamiento religioso no es más que una forma de metaforizar la sumisión, sea la de ser superior en la escala natural como la de pertenecer a la cadena alimenticia del depredador y su presa.
Afortunadamente, ni siquiera lo dominante carece de la porosidad necesaria como para que se filtre lo novedoso, lo subversivo. Como cuando Fray Bartolomé de las Casas volvió de México, donde había sido enviado con el fin de cristianizar a las bestias, para cuestionar y cuestionarse respecto de quiénes eran los bárbaros, si aquellos que no se sometían gozosamente a la predicación de la fe o quienes en su nombre ocupaban el mote con holgura: “Y los medios para efecto de esto no son robar, escandalizar, cautivar, despedazar hombres y despoblar reinos y hacer heder y abominar la fe y religión cristiana entre los infieles pacíficos, que es propio de crueles tiranos enemigos de Dios”.