Escritos
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Lo que no tiene cura
por Lionel Klimkiewicz

Los poemas de Magistratti conforman una escritura que sin ser costumbrista se identifica con el paisaje de las localidades del interior donde la infancia es un punto de partida y es a la vez un punto de llegada: Mi abuela decía “nunca crean en nada que tenga polleras:/ ni directoras ni ingleses ni sacerdotes”. No me gustan las cosas que se instalan por la noche/ como una verdad susurrada que se dice una sola vez/ o una sirena/ que no viene de ningún lado/ pero viene hacia nosotros. Así resuenan los versos del poema “Infancia en dictadura”. Como en la sentencia de Bachelard, la experiencia de la infancia demanda que sea narrada desde otro lugar lejos de la falta, en su resplandor, fuera de los límites de aquello que no se puede enunciar y lo representamos como un sentimiento que no encuentra traducción en la lengua.

Del mismo modo que en su libro anterior Ea (2007), daría la impresión de que la voz de la abuela articula la biografía y la voz lírica de la poeta. Aquí la recuperación de la voz de la madre de su madre implica un doble movimiento, es la reescritura de las experiencias familiares anteriores y es simultáneamente la narración de la poeta como madre, a su vez repitiendo una saga familiar de una comunidad pequeña de provincia: Donde hay aroma a eucaliptus están las madres muertas,/ pensando./ Perfuman tus cosas calladas y sacuden de sus manteles/ migas y alimentos invisibles/ sobre tu caliente cabeza./ No podés decir aquí./ Los lugares son los pensamientos de la madre./ Antes de tu nacimiento, los marcó con sus deseos/ buenos y deseos malos/ por eso, en algunas tardes, es feroz la llovizna. / Sobre un caballo pintado/ miraste por primera vez la soledad de las madres./ Tan lejanas./ Te habían dejado girando./ Y ahora que ya no las ves al pie del eje del mundo,/ a veces bajás/ te mirás la sortija en la mano/ y te quedás para siempre sin vejez.  La figura de la madre une los hilos de nuestro vínculo con el mundo interno que acompaña la experiencia poética y despliega el yo con una sensibilidad donde la pérdida está no sólo en los hechos que ocurrieron sino en el futuro, como si nos viésemos frente a un espejo en el cual se reflejaran nuestros actos en el porvenir.

En el poema “La costra” la dimensión política de la lengua encuentra su correlato en las marcas de clase que se encuentran inscriptas, casi que a modo de cicatrices, en el cuerpo.  ¿Qué es lo inconcluso en nuestra narración personal? ¿En qué consiste nuestra falta más profunda cuando nos presentamos en el mundo? La memoria que nos acompaña tiene la consistencia del barro: Yo me hice mil veces en el barro/ después de las lluvias./ Me oscurecía para que no me vieran/ las enfermeras/ que cada tanto entraban en la casa/ trayendo vírgenes  en las estampas/ y la mala muerte en las agujas. Miraba la realidad por las ventanas./ El goteo del suero en las habitaciones;/ mi delantal secándose en la soga,/ la intemperie de los tapiales./ La vida era limpia y mataba./ Yo cuidaba las costras de mi cuello./ Si la vida me amaba eran los finales./ Fui huérfana y sucia/ hasta ahora. Hay una conciencia de clase, un territorio subjetivo que se define por su diferencia con los otros en un punto ciego de la soledad, lo transparente, lo aséptico extermina toda forma de vida y son las marcas que deja la suciedad del barrio, de la casa, de uno mismo quizá, las que le otorgan significación a nuestra identidad y las que deciden cómo y desde dónde vamos a narrarnos.

Las voces de los otros son hilos también e implican la posibilidad para realizarnos como si fuésemos parte de un tejido común: Alguien puede ser ahora las manos que he perdido;/ mi mente soplada por vientos que también son de la tierra pero que suceden adentro/ y mi corazón./ Alguien que tenga un músculo puede ser mi corazón/ que me sobra y que me falta;/ que de madrugada, cuando los gallos cantan,/ se abisma/ y acontece lejos su abeja entre las flores./ Alguien puede tener  lo que nos falta.  Nuestra identidad no es algo que venga predeterminado desde antes  sino que exige que sea tenida en cuenta en relación con los otros. De manera análoga el paisaje exterior se integra al universo privado o a la inversa, el universo privado se traduce en el paisaje exterior como si hubiese una contraseña sentimental que articula los dos planos en una única voz.     

Los versos son como hebras. En el encuentro con el otro a veces repetimos un ciclo, patrones, y repetimos la ausencia, la dispersión, la disolución, en un ciclo que implica definir y redefinir un lugar propio, e implica también darle forma al deseo y a los afectos donde decir y hacer con el corazón supone entonces aceptar que por momentos no estamos intactos sino en pedazos  y en otros momentos somos solitarias piezas boyando con los otros como bichitos nocturnos golpeando a ciegas un foco de luz en la oscuridad.