Contenido

Newsletter

Las novedades de
ESTO NO
ES UNA REVISTA
están a un click de distancia
de tu casilla de correo

Contactos

Escribinos un mail
Seguinos en Facebook
Seguinos en Twitter


Nuestras
Ediciones


 

Tus primeras 10.000 fotografías serán tus peores fotografías.
Henri Cartier-Bresson

Miradas


Nueva Figuración, Nueva Abstracción
Plastica

En 1961, cuatro de los futuros referentes del arte plástico argentino comenzaban a dar los primeros pasos de un camino de extraordinaria belleza y potencia estética. En la galería Peuser, bajo el nombre de Otra figuración, Luis Felipe Noé, Ernesto Deira, Rómulo Macció y Jorge de la Vega, por entonces jóvenes e inquietos pintores en plena construcción de su discurso de las formas, inauguraron una exposición que fue la primera de una extensa cantidad que, al día de hoy, se revisita y se renueva. A la luz del actual reconocimiento público y su reflejo en las ventas de sus obras, a ojos vista de los explosivos y refrescantes efectos sobre los caminos estéticos que les sucedieron, suena lógico que fueran no más de dos o tres los críticos de su época que pusieron las fichas en el futuro de esa otra forma de la figuración. Uno de ellos fue Aldo Pellegrini, escritor surrealista, recordado por ser el compilador y traductor de la mejor antología de ese movimiento estético que existe en lengua española. En ese mismo año escribió un texto que define, con poética precisión, la esencia de lo que sería la Nueva Figuración y que es extrapolable al movimiento que, en paralelo, los jóvenes pintores abstractos de entonces comenzaban a transitar. El texto se llama Fundamentos de una estética de la destrucción y propone: Todo cambio implica destrucción, y la naturaleza es esencialmente cambio. Este cambio se nos revela como tiempo. Así el tiempo resulta el gran destructor. A la materia que consideramos inmóvil la recorre una lenta ola de destrucción. El tiempo corroe la materia y en el transcurso de esta corrosión surge la belleza.

Será el mismo Pellegrini el que escribirá las palabras de presentación de una exposición colectiva que concentraba a la flor y nata de los movimientos representados en la exposición Nueva Figuración, Nueva Abstracción, que tuvo su debut en febrero de 1968, en Necochea, provincia de Buenos Aires; y que tendría su segunda estación de llegada en la galería Van Riel de la ciudad de Buenos Aires. Esperilio Bute, Ernesto Deira, Jorge de la Vega, Jorge Demirjian, Mario Gurfein, Rómulo Macció y Josefina Robirosa, encabezaron la neofiguración; en tanto que, entre los neoabstractos, se exhibieron obras de Kenneth Kemble, Eduardo Mac Entyre, Víctor Magariños D., María Martorell, Rogelio Polesello, Carlos Silva y Guillermo Thiemer. En un año de explosiones políticas y sociales, la vanguardia estética de la plástica argentina comenzaba a circular con una fuerza arrolladora que no sólo levantaría por el aire las fichas del canon pictórico rioplatense sino que sería fuente de nuevas generaciones de pintores con un renovado compromiso con la estética, entendiendo por tal el modo de expresar el mundo y sus límites posibles.

En una entrevista con la revista Humboldt, en 1965, Pellegrini vuelve a definir, con fina precisión, lo que sería el devenir de estos movimientos: “Ellos han roto con todos los prejuicios que ataban al artista argentino, el del buen gusto, el del rigor, aun el de la pintura como actitud gestual, y antes que nada con el prejuicio de la misión sagrada del arte, que se prestaba a todas las mistificaciones. En ellos se combinan elementos plásticos tomados del informalismo, de la pintura gestual, del ‘pop art’, de la figuración y hasta de la pintura geométrica, con una libertad creadora en la que todos los recursos que confluyen a la realidad del cuadro son considerados lícitos. Toda esta confluencia de factores se combina para dar una pintura espontánea, violenta y fresca, que está en contacto con el mundo circundante y del cual el artista recoge las vivencias que expresa. El elemento humor es fundamental en todos ellos”.


Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


Eric Lafforgue
Fotografías

Eric Lafforgue recorre el mundo con su cámara de fotos a cuestas. Lo vive como una exploración lúdica, en la que el desafío no sólo está en hacer un recorte con su mirada de los habitantes de los lugares más remotos y ocultos de nuestro planeta, sino en llegar a esos lugares, descubrirlos, capturarlos y compartirlos. Desde que era pequeño, como muchos otros niños soñadores, se sintió atrapado por la fascinación de viajar y conocer la amplitud del mundo, por las viejas civilizaciones que aún conservan sus formas ancestrales, allende los mares, pero con la ventaja de haber  recorrido el África negra a los 10 años de edad. Aventurero en esencia, cuando cumplió 42 decidió renovar su equipo fotográfico, viajó a Papúa Nueva Guinea, retrató gente y subió sus fotos al sitio web Flickr para compartir esos registros. No sólo fue inmediato el reconocimiento que los visitantes, anónimos o no tanto, hicieron sobre su obra: en esas exploraciones, un editor francés dio con las fotos de Lafforgue y le propuso hacer un libro con los retratos papuanos. Esa invitación fue la llave que le abrió las puertas de publicaciones como National Geographic, Times, GEO, Lonely Planet y UNESCO Magazine, entre otras tantas. Con un particular talento para los retratos, reconoce que aún le falta transitar muchos shots para poder fotografiar paisajes con la misma calidad estética. Lo que no deja de ser un buen combustible para la inquietud de capturar imágenes que se destacan por el recorte personal de la mirada, al punto de llegar a abstraer a los sujetos retratados de su propio contexto paisajístico. Confeso retocador de sus propias fotografías, no quiere sostener discursos alrededor del discurso fotográfico, poniendo la mayor parte del éxito de una fotografía en el objeto del retrato, persona o paisaje, y apenas un porcentaje ínfimo en la técnica del fotógrafo y/o en su oportunidad de estar en el momento justo en el lugar adecuado. Para los lectores que aún no han tenido la suerte de encontrarse con los retratos de Eric Lafforgue,  les traemos una selección de sus obras favoritas. Más en www.ericlafforgue.com

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


Final de partida

por Andrea Barone

Con la inquietante e imponente presencia de Alfredo Alcón en el escenario, y la de un Joaquín Furriel inquiriendo desde el principio por los finales, se inicia esta obra imperdible. El texto del gran Samuel Becket conmueve e inquieta, y es por momentos desgarrador pues pinta un mundo de tremendos amores entre padres e hijos (incluso adoptados, como en algún punto se lo es siempre), un mundo de partidas y pérdidas y en el que está presente lo que nada significa y queda fuera de algún sentido, un mundo donde la oscuridad acecha, donde la muerte ronda constantemente.

Estas danzas de imposibles e impotencias se ponen en juego en la escena incluso como miserias de esas vidas: la de un padre oscurecido por la ceguera, Hamm, y la de Clov, adoptado de pequeño como criado de un amo déspota, amoroso y siniestro, sentenciado por su padre a nunca poder dejarlo.

Clov es un hijo sacrificado y entregado, que repite casi calcadamente sus actos; servil y obediente, siendo en un punto los ojos de Hamm. Es también quien abre la tapa para que aparezcan los padres de él, que se asoman cual fantasmas, fragmentos de un absurdo que se entreteje en el texto, voces que relatan otros pedazos de historia, que reaparecen y anudan a los tres hombres en un rezo y en la consecuente pegunta insistente: “¿Y?”; y una conclusión necesaria: “No existe”. Como para nadie, más allá de las creencias, cada uno siempre huérfano.

El trabajo del maestro Alcón resulta impactante por sus movimientos sutiles, su presencia, las precisas y repentinas modulaciones de su voz, de un tono cálido y suave por momentos, como un trueno que parte y desgarra en otros tantos. El trabajo de Furriel poniendo el cuerpo y la voz para dar vida a Clov, logra estar a la altura. Graciela Araujo y Roberto Castro les dan vida con sus buenas actuaciones a los muertos Hell y Nagg. Y todo se desarrolla bajo la precisa dirección de Alfredo Alcón.

Con una puesta despojada, mucho trapo desgarrado, tierra y arena, herramientas por ahí y el infinito mar más allá; con tintes de grotesco, humor absurdo y negro, Final de partida se construye como un juego en el que la partida ya está jugada, un juego en el que cada uno termina de perder lo perdido.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


Cine en serie

por Federico Delgado

La sospecha es ya un secreto a voces: el séptimo arte se ha pasado a la pequeña pantalla. A la decepción más o menos patente del cine, al que solo salvan contadas excepciones, le contesta la enorme calidad que atesoran algunas producciones para televisión. Parece que ahora el mejor cine se ve en el salón.

Series de éxito las ha habido siempre, y también que hayan sido fenómenos de masas, pero de un tiempo a esta parte nos hemos malacostumbrado a la excelencia del pequeño formato. Ante la pobreza absoluta de la televisión genérica, empeñada en una carrera sin retorno de programas de usar y tirar del entretenimiento más zafio, las productoras poderosas –como HBO o Showtime– o las grandes cadenas estatales –como la BBC– compiten por presentar magníficos productos que ya se han convertido en clásicos de nuestro tiempo y a cuyo florecimiento ha contribuido, mal que les pese, ese fenómeno paralelo que es internet.

Son muchos los títulos; tantos que resulta difícil escoger. Aunque al parecer hay consenso en nombrar como (algunas de) las más grandes a The Sopranos y The Wire, ambas de la cadena de cable estadounidense HBO. La fórmula del éxito de ambas parece simple: un guion sólido, unos personajes esculpidos con mimo y la elección de actores hasta cierto punto desconocidos que demuestran un buen hacer pasmoso. Como ejemplo baste recordar el caso de James Gandolfini, cuya interpretación del capo Tony Soprano ha sido objeto de sesudos estudios que pretenden explicar el porqué de nuestra admiración ante un personaje tan detestable.

El espectador tipo de la serie tradicional solía enfrentarse a estos productos con una actitud relajada, dejándose llevar por el mero entretenimiento. Sin embargo, desde hace un par de décadas, empezando con la controvertida Twin Peaks de David Lynch o la entrañable Doctor en Alaska, las series han ganado empaque y adeptos, fuese cual fuese el tema tratado. Así, mundos tan alejados entre sí, como el asesinato en serie (Dexter), el apocalipsis zombi (The Walking Dead o la reciente In the Flesh), la perdición por la química (Breaking Bad), las entrañas de la publicidad de los sesenta (Mad Men), el drama histórico (Roma), o incluso rincones tan extraños como la vida dentro de una funeraria (A dos metros bajo tierra), la revisión de Pedro Páramo (Perdidos o Les revenants) y las distopías más excéntricas (The Black Mirror), han cosechado un enorme éxito. Y sin olvidar el mayor de todos, a pesar de que su trama sea la fantasía épica: la saga de George R. R. Martin Canción de hielo y fuego, llevada a la pequeña pantalla con el nombre de Juego de tronos por HBO, una osadía que les ha salido redonda.

Las buenas series de hoy día lo son porque destilan lo mejor del mejor cine: grandes profesionales, diálogos tensos y precisos, una sabia gestión del tempo dramático y el justo sazonar de los momentos de clímax. Los espectadores viven estos mundos con verdadera pasión, y esperan impacientes su dosis semanal. No en vano reciben algo que el cine difícilmente puede darles hoy: horas y horas de deleite. The Sopranos, por ejemplo,acumula más de setenta horas, un lapso de tiempo considerable que, sin embargo, tiene escasos momentos de relajación.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


El reverso moral del Marqués de Sade

por Pablo Cerezal

Fue iniciado el siglo xix que Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como el Divino Marqués, decidió resumir, con un breve cuento en forma de diálogo entre un moribundo y un sacerdote, el andamiaje de su ateísmo ya expuesto, con mayor o menor claridad, en cada una de las obras literarias que le proporcionarían justa fama. Ante la insistencia del sacerdote a abrazar la fe en Dios y exhalar su arrepentimiento por los pecados cometidos en vida a la par que su último aliento, el moribundo se recrea denostando cada una de las razones que aquel quiere esculpir en roca para la conversión al catolicismo del supuesto pecador. Y la lógica metafísica del moribundo se muestra aplastante frente a los irracionales argumentos del representante en la Tierra de la divinidad católica.

Fue más allá, Sade, en otras de sus obras, coloreando con palabras salvajes frescos de la barbarie humana en que distintos feligreses de la religión de Cristo exponían sus más bajos instintos profanando la supuesta santidad de iglesias y monasterios con la garra salvaje del exceso genital. O sea, que no pocos son los textos que podemos extraer de la obra del francés en que sacerdotes fornican a pierna/moral suelta con jóvenes desorientados y desorientadas en el interior de iglesias y otros edificios destinados al culto religioso. Sacrilegio, proclamaron muchos entonces. Natural desviación del ser humano, aseguran no pocos a día de hoy. Otra manera de asistir a misa… tal vez.

Casi un siglo después, un cineasta neoyorquino sospechoso de numerosas adicciones y fugaces pero intensos desequilibrios, de nombre Abel Ferrara, decidía proyectar sobre las pantallas de cine una historia de culpa y redención que no estaría de más pudiera ser proyectada sobre las paredes de la Basílica de San Pedro la víspera de Navidad, un suponer.

En Bad Lieutenant asistimos al terrible proceso de degradación de un teniente de policía totalmente desentendido de las pautas laborales y morales que deberían guiar su proceder profesional. Entregado a todo tipo de vicios, un inconmensurable Harvey Keitel nos regala la mejor actuación de su memorable carrera actoral haciendo que el teniente corrupto vomite sobre la pantalla del cine un maremoto de excesos: abuso de autoridad, adicción a todo tipo de drogas duras (incluidos el juego y el soborno), sexo enfermizo… Una auténtica debacle de desasosiego que va impregnando cada minuto de metraje para satisfacción (y/o sufrimiento) del espectador.

Nadie que haya podido gozar tan doloroso y provocativo descenso a los infiernos olvidará jamás la escena en que Keitel, pareciendo regodearse en la pastosa y ebria danza sexual que le ofrendan dos prostitutas al ritmo de desmedidas ingestas de droga, nos muestra en todo su esplendor, desnudo de ropas y máscaras, el más oscuro rostro de algo que quiere erigirse como arrepentimiento pero que queda en dolor extremo y amargura sin igual. El teniente ensaya desnudo, ante los ojos alucinados del espectador, una lacerante y desgarradora coreografía de nihilismo en la que quedan comprimidas todas las parábolas que, desde el inicio de las civilizaciones, intentaron mostrar la desigual lucha entre lo que suponemos El Bien y lo que nos indican es El Mal.

Largometraje seco, sórdido, descarnado, exhibicionista, desquiciado, insano, ingrato, sucio, atormentado, desconcertante…: un auténtico deambular por los avernos del dolor. Y a pesar de utilizar todas las técnicas que el cine underground ha ido convirtiendo en genio a lo largo de los años, Bad Lieutenant habita ya por siempre en la memoria de los amantes del séptimo arte por la grandiosa interpretación de Keitel, más que por su maléfico guión, su siniestra fotografía o la sequedad agobiante y exhaustiva de su puesta en escena. Bad Lieutenant es Harvey Keitel, mal que le pese al irregular director que, imagino, jamás podría imaginar que el trabajo actoral del protagonista dejaría en evidencia las inevitables carencias de sus dotes como creador.

Pero lo sorprendente del filme arrecia, como una tormenta inesperada, cuando comprendemos que su disoluto protagonista está más cerca de la iluminación que del desplome. La violación sufrida por una joven y bella monja en el altar mayor de una iglesia y cuya investigación le es encomendada, retorcerá los párrafos de un guión que parecía agotarse en la acumulación de excesos y bajezas, hasta conformarlos en una parábola de redención cristiana.

Al contrario que nuestro Divino Marqués en el diálogo con el sacerdote, el teniente corrupto ve desmoronarse los cimientos de su exacerbado hedonismo al escuchar, de boca de la joven novicia ultrajada, un discurso de perdón y asimilación del mal para la necesaria pervivencia de su contrario. Donde el aristócrata literato francés objetara al emisario de Dios su antinatural entrega a entelequias divinas, expone el corrompido policía todo un muestrario de dolor psíquico ante las nefastas consecuencias que la voluptuosidad de un delincuente –que bien podría haber sido él mismo– han tenido sobre la entereza dogmática de la religiosa mancillada. Donde el libertino marqués solo viese ignorancia y negación de los impulsos naturales del ser humano, encuentra el adulterado agente del orden motivos suficientes para reconducir los pasos de una vida sumergida en el fango.

Es finalmente que comprendemos que, a pesar de la apariencia, hemos asistido a un modélico despliegue de dolorosas dudas morales. El teniente corrupto encuentra el camino hacia su propia salvación a través de la redención religiosa, sea esto lo que se suponga que ha de ser.

El moribundo del cuento de Sade, como buen trasunto de su autor, logra al final de la historia convencer al sacerdote de lo erróneo de sus máximas morales y le hace cómplice de sus excesos quedando Dios, la religión y su moral desdeñados como simples e infantiles argumentos con que someter a los supersticiosos. Me pregunto qué habría sido del Teniente corrupto de haber pergeñado Donatien Alphonse François de Sade, en vez de Abel Ferrara, el guión de tan inolvidable filme. Seguramente hubiese trastocado nuestra idea de lo que supone ir a misa.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


Lírica

por Tamara Nabel

Pero Lírica no empieza por ahí. La obra trata de dos chicos de nueve años, amigos inseparables y compañeros de clase, que resultan afectados (cuándo no) por las historias de sus padres. Y el plural tiene su porqué: una vez que el papá de Lenon mató a sangre fría al papá de David, sus mamás (cada una por separado) deciden sacarlos de la escuela para cortar con ese vínculo tan controvertido. Nunca sabremos cuánto entienden los chicos del asunto. Importa poco. Sus madres han sido arrancadas de los sufrimientos cotidianos para instalarse en el sinsentido absoluto. Y confundidas por las circunstancias reaccionan feroces ante cualquier nueva amenaza. La voz antagonista está en la persona de la directora de la escuela que, por razones profesionales y humanitarias, argumenta vehementemente en contra de la separación, e incluso llega a amenazar a las madres con denunciarlas ante algún ministerio si sacan a sus hijos de la escuela mediando el ciclo lectivo.

Dejando de lado cierta tendencia recurrente del lugar común y el discurso masticado, lo interesante de esta obra es el enfoque fresco y sencillo, y sobre todo femenino, de la problemática social, de la violencia en los barrios humildes. Estas mujeres, que por razones complementarias se han quedado solas y con un hijo al que criar, cargan con la responsabilidad de ser el único sostén de sus hogares. Lejos de la politización discursiva, de la queja rumiante o de sentimientos melancólicos paralizadores, ambas asumen el papel de madres proveedoras, que no solo traen el dinero a su casa, sino que además cocinan desde el desayuno a la cena y vigilan de cerca el desempeño académico de sus hijos.

Los trabajos de las tres actrices (Marcela Bea, Marigela Ginard y Silvia Mañá) son igualmente logrados. En sus personajes se refleja la carga de trabajo creativo y emocional que han invertido, lo cual da como resultado composiciones verosímiles en su vulnerabilidad, cuya macrovisión femenina es perfectamente viable en la situación en la que se encuentran. La dirección, a cargo de Iris Pedrazzoli, acierta en construir una puesta en escena que resalta el valor de la palabra como principal eje del conflicto. A pesar de bocetar sencillamente el despacho de la directora, el espacio escénico excluye esa limitación espacial, sin consecuencias catastróficas para el pacto poético. Esto se ve claramente durante ciertos pasajes coreografiados donde a las actrices (dicho en jerga teatral) “se les ven los hilos”. El texto es de una estructura clásica: la información se va revelando de a poco, pero se basa casi íntegramente en lo discursivo para producir la evolución en la historia. Y si bien es cierto que ciertos pasajes pasan de lo sentimental a lo sentimentaloide, y que la obra se vale por momento de recursos demasiado explotados con el fin de generar efectos en el público, estos lugares comunes no se repiten con frecuencia y no enturbian unas aguas que fluyen con un ritmo continuo.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


El nombre

por Javier Martínez

De entre la espesura del cine contemporáneo, algunas películas, sin ser brillantes, se destacan por narrar una historia que no está alineada con las premisas del cine industrial de Occidente. El nombre es una película que está inscripta en una narración clásica, minimalista e íntima, en la que no se necesitan efectos especiales, ni megaestrellas, ni montañas de dinero para generar una obra que se sostiene en un guión fino y lúcido y en actuaciones que hacen que el texto crezca. Alexandre de La Patellière es el director debutante quién, acompañado por Matthieu Delaporte, conduce con mucho criterio el movimiento plástico que la narrativa cinematográfica le agrega como aderezo al combo.

En la escena inicial, con la cámara acompañando el recorrido de un delivery en moto, se condensa gran parte de la esencia de la película, rematando con el gran equívoco de la aparición de Vincent (Patrick Bruel) y su diálogo con el motociclista que, por cuestiones de azar y destino, dio con la puerta equivocada. Al torbellino de delirio, que parece erigirse entre hombre y motociclista por el precio de la comida enviada a domicilio, se le suma Élisabeth (Valérie Benguigui), esposa de Vincent, quien aclara el equívoco en la entrega. Escena condimentada, en todo su desarrollo, con azares, fortunas, decisiones y equívocos que es la introducción a la casa del matrimonio que, en breve, contará con las visitas de Claude (Guillaume de Tonquedec), Pierre (Charles Berling) y su mujer Anna (Judith El Zein).

A modo de breve mapa, Claude es muy amigo de Élisabeth, con quien mantiene una relación de extraña estrechez, puesta en los términos de una amistad profunda y muy ubicada entre una mujer y un hombre sospechado de ser gay. Pierre, hermano de la mujer, adicto a hacer bromas densas, espera un hijo con Anna y dispara el espinazo argumental de la película: como un mal chiste, sostiene la elección del nombre de su futuro hijo y levanta la cólera de sus amigos y su hermana. Adolphe resuena a Adolf y Adolf es Hilter. A partir de este nudo inicial y con el carácter violento que toma el mal chiste con la llegada de Anna, se irán desarticulando las máscaras y quedando expuestas algunas de las miserias de los sujetos que hablan y dicen, sus amores y odios, fragmentos de historia, celos y anhelos. Con una estructura en la que la coralidad y los monólogos se turnan a modo de mecánica respiratoria, la narración se desliza por bordes duros, ásperos, ácidos, con un humor que recoloca al relato a la espera de otro embate.

Con algunos momentos en los que los nudos temáticos se extienden innecesariamente, y que deslucen la superficie de la película, sobre el final vuelve a levantar vuelo, a partir de la confesión de Claude en la que, como un juego de cajas, la historia de todos los personajes se anuda y se vuelve a desanudar, para dar paso a una nueva vuelta de tuerca sobre la elección del nombre para un hijo por venir. Un chiste muy adecuado que funciona como cierre y espiral. Un cierre inteligente, a la altura de la mayor parte El nombre.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter